sábado, octubre 16, 2004

21. Todo por servir se acaba

¿Qué puedo decirte, meloso lector? La desilusión muchas veces es tan repentina que puedes caer en ella sin darte cuenta. Lo que antes eran flores en tu jardín, de pronto se vuelve tierra estéril. Del oasis se pasa al desierto, del carro del año a una carcachita, del yate a la panga, de gerente a barrendero, de amor a desamor.

Cómo me duele recordar esos tiempos en que viví postrado en el Hospital de mi Desilusión. Hoy en día no puedo visitar un doctor sin recordar aquellos momentos, cualquier medicamento recetado para curar la gripe me retorna a esos días en que las medicinas llegaban tres veces al día: cuota de mi amor por Ludovika la Vikinga, actual campeona de la triple A.

Después del tremendo azotón que di en el Auditorio de Tijuana, se dudó que mi columna vertebral volviera a ser la misma, se dudó que volviera a caminar, se dudó que sobreviviera el azaroso quebrantamiento de tantos huesos. En esos momentos todo lo que uno quiere es una cucharada de cariño y, por fortuna, mis pocos amigos no dudaron en visitarme.

Ludovika, en cambio, ay, sólo unas cuantas veces se acordaba de mí: mandaba flores con algún recado insignificante, hacía apariciones esporádicas generalmente acompañada de un galán, si no era un colega luchador, era un réferi o un aficionado que tal vez le decía las mismas boberías que en un tiempo yo le había murmurado al oído.

¡Destino mamón, qué gacho fuiste conmigo! Por un lado me concediste la fortuna de ganarme a la mujer más grande y bella del universo y por otro me la quitaste con francas muestras de la más pinche ironía.

Un día, la Ludovika desapareció de mi vida. Compromisos profesionales, campeonatos, amoríos, qué sé yo. Lo llamo, simplemente, “mi tiro de gracia”.

Digamos que “depresión” era una palabra muy jocosa para calificar mi estado de ánimo. Mi corazón se encontraba en un perpetuo desmayo de donde no creía poderme salvar. En retrospectiva, considero que no hay una sola separación que no se considere la definitiva. Cada vez que uno sufre cree que es el peor momento y que no habrá otro que lo rebase. Se piensa que, como dice José Alfredo, de esta pena ya no voy a levantarme. La ingenuidad le cae bien al mártir. Es cierto que sufrí; pero nunca pensé que se me quitaría con tanta facilidad. Claro que a Ludi no la olvidé, sólo acomodé su fólder al final de mi archivero.

Aquí es donde debería empezar a hablar de cierta enfermera llamada Maríantonieta, de sus ojos grandes, su piel café con leche y sus caderas redondas y abrazables. La misma que todos los días descubría una de mis nalgas y le plantaba un flechazo que no paraba hasta llegar a las partes más nobles de mi corazón latiendo. Era una muchacha instrospectiva que cada tres días, en el turno de la tarde, me bañaba con una esponja, despertándome sensaciones que se endurecían y gritaban AJÚA.

Ay, si sólo tuviera tiempo para continuar escribiendo. Ya le he dicho al escritor que estas historias no pueden seguir, que ha sido mucho su esfuerzo y le agradezco; pero que también la memoria debe descansar, y la mía, hinchada de tanto golpe y tantas dulces sobaditas, ya se merece unas vacaciones. He depositado en estas páginas un buen cacho de mi vida, creo que ahí la dejamos por ahora.

Meloso lector: eres mi cómplice y sólo me queda agradecer tu paciencia. Tal vez algún día nos volvamos a ver, nos encontremos en un café o en una cantina y te continúe contando mis aventuras. Esa Maríantonieta también rompió mi corazón, pero fue un poquito nada más. De las piezas que restaban se pudieron construir muchas más cosas, algunas jediondas y otras, la mayoría, sabrosonas.

Si estas crónicas del maldito amor sirvieron de algo, si curaron una herida, calentaron un sandwich, pagaron una deuda, rompieron una copa, acentuaron una vocal, ataron una agujeta, remendaron un calcetín, quemaron una tortilla, enmendaron una grieta, mordieron un cachete, demolieron un edificio, entonces habrán servido de algo durante estos cinco meses. Si nada de esto sucedió como consecuencia de la Ingrata y pérjida, pues ni modo. Habrá otras historias que alguien cuente y que conmuevan y que alegren y que entristezcan. Por lo pronto, me despido.



FIN DE LA INGRATA Y PÉRJIDA


20. Me caí de la nube en que andaba

a la memoria de Cornelio Reyna


Me han dicho que es más fácil que un hombre alto sea propenso a la acrofobia, mientras que un chaparrito puede escalar cualquier altura sin que se interponga temor alguno. Yo diría que ser chaparro es una de mis mejores virtudes. Te confieso, meloso lector, que en mi experiencia he descubierto que es un rasgo que las mujeres adoran, especialmente las grandotas. No sé cómo explicarlo. Será que les parezco un niño indefenso, como alguien que es necesario confortar, acariciar, disfrutar. ¡Dios bendiga el instinto maternal!

(Pienso que estas crónicas son un auténtico testimonio de los logros de una persona de escasa estatura y le agradezco al escritor —nada chaparrito, por cierto— que ha permitido darle forma a mis ideas. Confieso que al principio fui bastante escéptico cuando ese escritor —cuyo nombre no mencionaré— intentó convencerme de poner en papel mis aventuras amorosas. Yo sabía que eran historias interesantes, pero ¿cómo podía imaginarme el caudal de cartas que hemos recibido? ¡Qué maravilla! De todos los rincones del mundo se dirigen al escritor para decirle que admiran mis hazañas, sólo espero que algún día me muestre estas cartas de que tanto me ha hablado para poder responderles a los remitentes con mi más sincero agradecimiento.)

(Bueno, perdón por el largo paréntesis.)

En el último episodio de la Ingrata y pérjida me encontraba al borde del abismo, en el techo del Auditorio de Tijuana. Como te digo, la altura no era problema pero la oscuridad sí. Desde niño nunca me ha gustado la ausencia de luz. Veía figuras demoniacas en lo negro de la noche, monstruos dispuestos a atraparme, devorarme, arrastrarme al quinto infierno.

Nada había cambiado en mis años maduros, el interior del auditorio era para mí un báratro dantesco que me hacía temblar de terror. Yo me trasladaba por un enorme enrejado, como una telaraña metálica que no tenía principio ni fin. Era imposible saber dónde estaba, lo único que yo quería era tocar el piso; pero éste se alejaba de mí a propósito o no daba muestras de querer acercarse. Cuando me sentía que ya lo iba a pisar, extendía un piecito y nada tocaba. Tú conoces la sensación, meloso lector, es como cuando estás en la playa y te adentras al océano hasta que no tocas el fondo; entonces, si no sabes nadar, empiezan los problemas. Por eso enloquecieron los marineros de las tres carabelas al no contemplar la tierra que les había prometido Colón, sus piecesitos tampoco tocaban al nuevo continente.

Aquí es dónde la memoria se vuelve difusa. No sé exactamente si se acabó la telaraña de repente o si alguien me jaló (algún demonio, supongo); de pronto estaba en el aire, no flotando sino cayendo. Quien se imagine que ya estaba cerquita del piso estará muy equivocado, todavía me encontraba a chorromil metros de altura, exactamente encima del ring porque el azotón fue justo en su centro.

Quien se imagine que la lona protege de los golpes, estará bastante equivocado. Pobre del que ve la lucha libre y cree que los atletas no se lastiman. La lona es dura y como prueba inequívoca tenía yo el santo madrazo que me acababa de propinar. Me dolían la espalda, las nalgas, la cabeza, las piernas, los brazos, las manos, cada huesito de mi cuerpo me contaba su propia versión del dolor. Auch. Nada me había dolido tanto desde que me golpearon los hermanos de Petra. Auch auch. A lo lejos, en la altura del techo, se veía una lucecita que provenía del exterior y la voz lejana de mi Ludovika gritándome si estaba bien, si estaba bien, si estaba bien... Auch auch auch. Me parecía que no estaba bien porque no podía moverme. Intenté levantar la cabeza, intenté sacudir un meñique, ni siquiera respondía mi fiel amigo, el Miembro Útil, que hasta la fecha nunca me había fallado.

—Llama a una ambulancia —le grité a mi querida, pero mi grito nunca salió y a la Ludi no se le ocurrió tal cosa. Esperó que abrieran el auditorio a las siete de la mañana.

—¿Está usted bien, señor? —preguntó alguien de los que comenzaban a amontonarse.

Sí, claro, estoy bien, imbécil, ¿no lo ves?

Mi luchadora enamorada, mi bella calandria, mi motorcito cachondo se acercó para estar a mi lado y me susurró al oído: —Creo que lo vamos a tener que posponer.

Sí, claro, ¿a poco? Por primera vez me cayó gorda la pinche Ludovika y quise decirle que se marchara, que alcanzara al pinche Carnicero Jalil y se fueran ambos al averno. Pero no se lo dije, meloso lector, nada dije, sólo cerré los ojos y con mucho dolor, mucho auch, comencé a llorar, despacito, despacito, hasta que llegué al hospital y algún ser amable me puso una inyección de morfina.


lunes, septiembre 27, 2004

19. En las fauces del auditorio

Permíteme decirte, meloso lector, que el deseo carnal doblega a cualquier ser humano. He visto a fortachones troqueros y valientes charros doblar las rodillas por el ansia sexual. Yo no iba a ser la excepción, por supuesto. Estaba dispuesto a cometer cualquier estupidez por tal de contemplar el cuerpo de mi Ludi, extendido como una sábana y abierto a cualquier posibilidad. Así que si ella deseaba que nuestro primer encuentro sexual fuera sobre un ring, ¿qué podía yo decirle? Así nos brincaríamos el problema de andar buscando un buen hotel de paso, uno bonito y barato que tuviera refrigeración para cuando nos diera calor, cobijas de lana para cubrirnos del frío, un excusado aséptico y una regadera sin honguitos en los mosaicos. La mera verdad que esa noche hasta acepté la posibilidad de que un ring pudiera ser el lugar más romántico del mundo.

Ella simplificó el asunto señalándome que prefería el cuadrilatero del Auditorio de Tijuana, donde cada viernes hacía gala de su experiencia luchística. Está bien, ¿cuál problema?

Primer problema: eran cerca de las doce de la noche y el auditorio estaba cerrado.

Ludovika no tenía nada qué decir. Su actitud era la de “tú eres un hombre y ésas son cosas que los hombres saben resolver”, como si se tratara de cambiar la llanta ponchada de un carro.

Dudé mucho, meloso lector. La neta es que yo nunca he sido ideal para actos que requieren energía corporal. A pesar de mi victoria sobre el Carnicero Jalil, siempre he considerado que mi poder radica más en el intelecto que en la destreza de mis músculos. O sea, casi me rajaba. Para convencerme, la Vikinga me susurró al oído lo primero que haríamos estando arriba de ese ring e inmediatamente busqué la mejor ventana.

Segundo problema: todas las ventanas tenían rejas.

¡Maldita la desconfianza que había obligado a no-sé-quién a que enrejara las ventanas del auditorio! TODAS tenían rejas. ¿Dónde podía conseguir una segueta? ¿Cuánto tiempo me tomaría cortarlas? Éstas eran preguntas imposibles de contestar por alguien poseído por la lujuria. Para este momento me temblaban las manos y las piernas, el Miembro Útil me exigía una explicación y yo no tenía palabras para consolarlo. Entonces fue que Ludovika se acordó que en el techo, en la parte más alta, había una entrada sin rejas y sin candado. Mmmmhhhh... ¿Cómo lo sabía mi virginal luchadora? No pregunté. Ella misma juntó los dedos para que yo pisara y tuviera buen impulso al empezar mi ascenso. Subía dos metros y me resbalaba uno, subía cuatro y me resbalaba tres.

Meloso lector, ¿alguna vez lo has intentado? El domo del auditorio no se ve tan grande como es en realidad. Ya que estás ahí, con las piernas abiertas y los brazos extendidos, sin nada de qué agarrarte, sientes definitivamente lo que es amar a la Vikinga en tierra de indios. Pensé que sería buen momento para rezar, pero no me acordaba ni del Padrenuestro. ¡Ay, mamacita!, sentí que me resbalaba más y más. Adiós, mundo cruel. Pero mi cuerpo se pegaba al techo como una sanguijuela y mis brazos adquirían fuerza y mis uñas rasgaban el concreto y ya, ya ya ya ya ya ya, ya casi estaba en la parte más alta. De pronto sentí una mano enorme jalándome con fuerza y rescatándome del peligro.

—Del otro lado del edificio —me dijo Ludovika— hay una escalera.

Tal como ella lo había dicho, la entrada estaba sin candado. La abrimos sin dificultad y nos contempló un abismo oscuro. Era como una boca pequeña que mostraba sus enormes fauces. “Estamos justo encima del ring, un montón de metros encima del ring”, aclaró mi amada antes y después de colocarme un beso en cada uno de mis ojos. Era su bendición, era su forma de jurarme lealtad y prometerme el deleite de nuestro primer encuentro.

Algunos tienen miedo a las alturas, yo no; mi problema, digamos mi tercer problema, es la oscuridad, odio la oscuridad, la detesto, y de pronto yo estaba adentro del auditorio ese, agarrado de no sé qué fierros, deslizándome hacia quiénsabe dónde por tal de llegar al mentado ring de mi salvación. Me sentía como un hombre araña chafa. ¿Hacia dónde iba?, no sé; ¿qué estaba haciendo allá arriba?, no sé. Lo único cierto es que me movían las tremendas y cabronsísimas ganas de acostarme con la Ludi.

¿Por qué otra razón el hombre es capaz de hacer tantas idioteces?



domingo, septiembre 19, 2004

18. Los dedos en el pastel

¡Curiosa situación ésta en que una moneda decidía el futuro de nuestra felicidad! ¿Para qué perder tiempo pensando, torturándonos, cuando un simple volado podía resolver quién finalmente se quedaba con la bella Ludovika?

Lanzamos la moneda al aire y ésta giró giró enmedio de un brillo tenue, vuelta y vuelta hasta que al fin estuvo en el suelo. Ahí leímos cada uno la carta de nuestro destino.

¡Ludovika era mía! Lo señalaba bien y claramente la Diosa Fortuna. Yo, y no el Carnicero, sería el timonel de ese barco. Como buen campeón me acerqué a él y le di un abrazo. Total: después de todo había sido un buen contrincante, había hecho lo mejor que su escaso cerebro le permitía.

Aun a través de su máscara, su cara se veía compunjida, yo podía notar su rictus de extrañeza y de resignación. Ludovika también se encontraba estupefacta, ¿cómo era posible que jugaran su amor en un volado, así nada más, como si fueran personajes de un corrido? El Carnicero Jalil le explicó que era la única manera y con lágrimas en los ojos le dio un largo beso que yo supuse sería el último.

En mi mente, como música de carrusel, daban vueltas Las Golondrinas para el Carnicero Jalil y yo anhelaba su partida por tal de estar por fin solo con mi bella y fortachona amada.

Ludovika no lo tomó bien.

Corrían lágrimas por su cara y echaba alaridos de Llorona como si el rudo se hubiera muerto y fuera imposible alcanzarlo. Gritaba y pateaba, golpeaba paredes, se jalaba el cabello, se arañaba la cara. Nunca había visto tal reacción; hasta dudé de su sanidad mental.

Hice lo que cualquier hombre sensato hubiera hecho en mi circunstancia: recurrí al chantaje sentimental.

—Bien —le dije—, creo que nada tengo que hacer a tu lado.

Y, por supuesto, al verme partir recobró la cordura y me llamó, me pidió, me exigió que nunca la dejara. Claro que se lo prometí, se lo juré, hice la señal de la cruz y puse mi mano sobre el corazón. En ese momento le habría dicho lo que fuera pues sabía que en este juego de pókar yo llevaba las cartas del tahur. Justo así quería encontrarla en nuestra primera noche juntos, llorosa, entristecida, cabizbaja. ¿Acaso no es éste el mejor momento para seducir? ¿Acaso el deseo de uno y la tristeza del otro no son la mejor combinación para una jubilosa primera relación sexual?

Todavía no se recuperaba cuando empecé a escudriñar su cuerpo, especialmente las partes que sólo mi rival había tocado. Ahora todo era mío. Me pertenecía esa enormidad y ella no ponía resistencia, se rendía frente a mis manos, frente a mis brazos, frente a mis besos. Ahora sí, Ludovika la Vikinga, aplícame tus mejores llaves y candados, lánzame al suelo y haz lo que quieras conmigo que en este ring que es la vida sólo respondes a un réferi, a un sólo mánager, a una sola organización de box y lucha.

Me disponía a poseerla cuando miré en sus ojos la increíble verdad: ella jamás había estado con un hombre. Su virginidad se anunciaba a ocho columnas y doblaba las rodillas frente a mí.

Meloso lector: ¿crees que esto me detuvo? Claro que no. Cuando tienes el pastel frente a ti, al alcance de las manos, ¿te detienes sólo porque tu mamá te ha dicho que es para la fiesta de tu hermano? Claro que no. Hundes los dedos en la dulzura y procedes a chuparlos con la energía que se merece.

—Sólo una cosa te pido —me dijo mi amada—, si hemos de hacer el amor, que sea arriba de un ring.

Y yo que pensaba llevarla a un hotel.


lunes, septiembre 06, 2004

17. ¡Santa Cachucha!

Estamos aquí en la bella residencia del “escritor” que se hace llamar “Quimerista” para realizar una entrevista sobre su blog Ingrata y pérjida, crónicas del maldito amor, sobre todo ahora que corren rumores de que ya no continuará con la historia.

Lelia Merín: (Profesional.) Sr. Quimerista, ¿qué hay de cierto en esos rumores?

Quimerista: (Simpático.) Srita. Merín, usted no debe creer todo lo que se oye en la calle. Ya ve, lo mismo dicen de otros blogs.

LM: (Seria.) Sí, pero me parece que esto es más que un chisme. Lo escuché en Comunicación Social del Ayuntamiento, en Comunicación del Cecut, en la Escuela de Comunicación de la UABC, sólo por mencionar algunos lugares comunicativos.

Q: (Justificándose.) Le aseguro que son sólo rumores. ¿Qué razón tendría yo para abandonar este proyecto literario que me ha brindado tantas satisfacciones?

LM: (Viborita de cascabel.) Bueno, se dice que usted pretende una posición en el nuevo ayuntamiento...

Q: (Cortante.) “No haga caso, nada es cierto, son rumores, son rumores”.

LM: (Perrucha.) Se dice también que usted ha sido hostigado por el contenido de su columna y, si esto fuera cierto, sería una noticia bastante horrenda, se trataría de censura, ¡sería una grave falta a la libertad de expresión!

Q: (Dándose golpes de pecho.) No voy a negar que ha sido difícil. Mire, desde que comencé a escribir este blog he sentido actitudes repugnantes del público lector. Cómo le diré: ciertas personas prefieren no encontrarse conmigo en la calle, la gente ya no me saluda y algunos amigos me han dejado de hablar.

LM: (Como diciendo la neta.) Bueno, eso no es censura. Le voy a confesar que yo misma no me siento muy cómoda, aquí con usted, sabiendo que escribe esas cochinadas. La semana pasada, nada más para poner un ejemplo, en el título de su Ingrata y pérjida, usted usó la palabra que comienza con la letra O.

Q: (Libidinoso.) ¿Orgasmo?

LM: (Moralista.) Sí, sí, ésa. En mi humilde opinión hay palabras que deberían restringirse a los libros de medicina.

Q: (Cambiando de tema.) Tiene usted razón. Sucede que alguna gente que lee mi columna siente que estoy siendo autobiográfico. Si fuera así, le aseguro que yo mismo me escandalizaría.

LM: (Provocativa y sensual.) Bueno, es que usted es tan sincero con ciertos temas... parece que los conoce íntimamente.

Q: (Presumido.) Claro que ciertas anécdotas surgen de mi experiencia; pero le aseguro que la gran mayoría son tomadas de personas que conozco y que me han contado sus vidas.

LM: (Sopeando.) Creo que a nuestros lectores les interesaría saber quiénes son estas fuentes obsenas de las que habla.

Q: (Mamón.) Un reportero nunca revela sus fuentes.

LM: (Regañona.) Sí, pero usted no es reportero.

Q: (Poniendo dedo.) Tiene razón, nada más le diré que algunas de estas personas son artistas destacados y destacadas de la localidad.

LM: (Sinceramente escandalizada.) ¡Ave María purísima! Pero regresemos al tema de su blog. ¿Lo deja o no?

Q: (Humilde.) La verdad es que todo por servir se acaba, señorita Merín. Me parece que la historia misma se está agotando. Con decirle que el siguiente amorío era con un extraterrestre.

LM: (Incrédula.) ¿De veras?

Q: (Rollero.) Sí, se formaba un conflicto intergaláctico en donde peligraba nuestro planeta y sobre todo nuestra ciudad; al final había una gran explosión.

LM: (Encajosa.) ¡Chispas! ¿Y qué me dice de Ludovika la Vikinga.

Q: (Tras un largo suspiro.) Esa es una historia triste. El final, cómo le diré, no es el que muchos hubieran deseado. Es más, refleja la realidad que está viviendo actualmente nuestro municipio y me atemoriza la perspectiva de recibir amenazas de muerte de parte de grupos conservadores que se preocupan por la imagen de la ciudad.

LM: (No manches, hijo.) ¿Así de terrible?

Q: (Presumido.) Es tan maravilloso que ni yo mismo creo ese desenlace, y eso que yo lo inventé todito.

LM: (Hipócrita.) Pues nos apena su partida (sí, cómo no), y estaremos atentos a los últimos capítulos.

Q: (Bobo.) Mejor que La heredera y Rubí, con eso le digo todo.

LM: (Aburrida.) ¡Santa cachucha!



lunes, agosto 30, 2004

16. El buen orgasmo

Para bien o para mal, nada sacude los mecanismos humanos como la lujuria. A pocas cosas el hombre le pone tanto entusiasmo o tanto fervoroso empeño, por pocas cosas uno es capaz de revertirse a la adolescencia cuando el mundo no era más que una piscina de fantasías sexuales en donde se podía nadar nadar nadar. Ésta es, quizás, la única exquisitez de la pubertad: ese despertar de los dioses eróticos que nos acompañarán para siempre.

Aaaaaaaaaaaaah, ese perturbador olor a sexo; más turbador incluso cuando se convive diariamente con el objeto directo de nuestra lascivia. Como las revistas afrodisiacas que uno frota y frota hasta borrar sus colores, así frotaba en mis sueños los amplios muslos de Ludovika la Vikinga, me restregaba en ellos, me enjabonaba con ellos, me volcaba sobre la simple ilusión de tenerla en una cama y con glotonería desentrañar mis más voraces apetencias.

Ni el alcohólico o el drogadicto más alucinado sufre los espasmos del que tiene sed carnal. Suda, tiembla, se contrae el Miembro Útil como si estuviera provisto de luz propia, brilla en la oscuridad como un faro que llama a las sirenas para que vengan a tocarlo y jugar con él. Para calmar la ansiedad, se fornica cualquier objeto que se tenga al alcance, desde el salero hasta el teléfono, desde un libro hasta un escritorio. Es una enfermedad incontrolable, escalofriante, que ni un baño de agua fría ni una cucharadita de miel con limón logra aplacar.

Y así estábamos los dos rivales y amantes de Ludovika, buscando mordisquearle los oídos y chuparle los cachetes con una energía tan escandalosa que hubiera provisto de electricidad a una pequeña población durante todo un año.

—Está bien, seré justa —nos dijo Ludovika la Democrática—, tú me besas el lado izquierdo y tú el derecho.

¡Cómo nos embelesamos cada quien con su lado del mundo, cómo intentamos conquistarlo e invadir por la fuerza los terrenos vecinos! Nuestra amada terminó en varias ocasiones con un cansancio malicioso (competíamos a ver quién lograba fatigarla más pronto). Podíamos hacer lo que quisiéramos con nuestro lado, desde tocarlo hasta ensalivarlo, desde morderlo hasta hacerle dibujitos con una pluma roja. No fue suficiente, me temo. Nuestra gula era tan incontrolable que irremediablemente rebasábamos la frontera y acabábamos besándonos los bigotes, cosa que a Ludi le divertía con exagerada insanidad y que a nosotros nos colmaba de una inmunda repugnancia. Pero no era tanto que nos molestaran los besos masculinos (descubrí en ese entonces, alás, que los hombres somos mejores besadores cuando le ponemos empeño al asunto), sino que deseábamos a la Vikinga sin limitaciones, sin que hubiera un “hasta aquí” reprimente que nos retachara a nuestro lado, cada vez que alguien transgredía la línea divisoria.

Aquel que ideó eso de “amor es compartir” debe comenzar a irse mucho pero mucho-mucho a la chingada.

Por el bien de nuestra salud mental, el Carnicero Jalil y yo nos comportamos, por primera vez en nuestras vidas, como un par de seres civilizados. Hicimos un concilio, en ausencia de nuestra amada, donde debatimos con los mejores argumentos posibles las razones por las que uno de los dos debía renunciar para siempre a la luchadora.

Total que no fue fácil elegir. En algunos momentos parecía que mis palabras lo persuadían y en otros, sus rudos argumentos parecían convencerme. Al final ninguno de los dos cedió y parecía que quedábamos en las mismas. Hasta que tuvimos la idea brillante de que debería ser el azar quien tomara la iniciativa.

Nos encomendamos a Dios como lo haría un soldado antes de la batalla decisiva y lanzamos la moneda al aire. Justo iba llegando la bella Ludovika cuando ésta cayó a sus pies y señaló el rumbo de nuestros escabrosos destinos.


lunes, agosto 23, 2004

15. No hay hombres perfectos

Ludovika fue muy clara en su explicación. Nos hizo un planteamiento contundente acerca de las posibilidades que ella le contemplaba al amor. Hasta hizo un dibujó en una servilleta para demostrarnos que su corazón estaba dividido en dos ventrículos, dos aurículas y que, por lo tanto, dos hombres cabían en él, dos hombres que deberían amarla al mismo tiempo y en quienes ella pudiera depositar toda su adhesión. Ambos o ninguno, así de fácil.

Ahí estábamos los tres, muy bonitos: no una pareja sino un terceto de enamorados. Si nos hubiéramos amado los unos a los otros, como Dios manda, quizás esta historia hubiera tenido un final feliz. Sin embargo, parecía que el Carnicero Jalil y yo habíamos nacido rivales como los hijos de dos pueblos enemigos.

Ahora que ya han pasado algunos años desde esos tiempos ridículos, creo que entiendo los motivos de la Ludovika. Ella era lo suficientemente afortunada para que ninguno de los dos, a pesar de nuestras diferencias, deseara renunciar a ella. Era una oportunidad única: tenía dos amores completitos y originales para gozar. Representábamos el equilibrio que requiere la vida: por un lado, yo le brindaba todas las palabras que ella necesitaba para soñar en ilusiones románticas, mientras que el Carnicero, su colega, representaba la fuerza bruta y servicial que era emblema de su profesión luchadora.

Ya que no hay hombres perfectos, ella consideró que juntos –ya que era imposible unirnos, combinarnos o cosernos–, éramos el perfecto complemento amoroso. Ella no sufría; era feliz y a ambos nos decía “pichoncito” con la misma intención, como si fuéramos la misma persona.

Por supuesto que era una utopía encantadora. Sucede que la realidad era más cabrona: a la hora de ir al cine, yo prefería las de Steven Spielberg y el Carnicero las de Mario Almada. A mí me encantaban los platillos vegetarianos y a él las Carnitas Uruapan. Mientras que él sólo bebía tequila, a mí nada más me gustaba el vino tinto. Más de una botella rompimos cada uno en la cabeza del otro cuando Ludovika se descuidaba. Éramos como un par de hermanos siameses que se odiaban, unidos por la devoción enfermiza que le teníamos a la grandota luchadora, nuestra Ludovika la Vikinga.

Lo único que compartíamos era la candente apetencia de llevarla a un hotel donde pudiéramos lamerle la entrepierna y chuparle los huesos hasta que se nos acabara la saliva o la inspiración. Pero la idea de compartirla en una habitación era lo más grotesco que nos podíamos imaginar en ese entonces. Yo tenía sueños que empezaban con Ludovika desnuda en mis brazos y acababan con mis manos en los pelambres del rudoteka Jalil. ¡Guácala! Despertaba sudoroso, tembloroso y con ganas de vomitar.

Luego corríamos como niños. Los rivales teníamos una pugna constante para ver quién llegaba primero a la casa de Ludovika. La melcochona posibilidad de compartir aunque fuera unos segundos a solas con ella, nos hacía correr como locos por las calles de la ciudad. A veces llegaba primero yo, a veces él. De cualquier manera, la Viki decidía no hablarnos hasta que estuvieran sus dos hombrecitos juntos. Entonces, parados frente a ella, nos llenaba la cara de besos como si fuéramos el objeto más lindo que hubiera conocido.

Te voy a preguntar una cosa, meloso lector, ¿quién no quisera a un ser amado que fuera a la vez todos los seres amados del mundo, que tuviera todos los buenos detalles, que hubiera logrado todas las grandes hazañas, que se acercara a esa perfección que sólo se menciona en los libros medievales, una persona que fuera un poco mecánico para arreglar tus problemas automotrices; cocinero, para hacerte el desayuno todos los días; payaso, para ponerte de buen humor en los momentos difíciles; locutor, para que te mandara saludos y te dedicara las mejores canciones cada semana?

Meloso lector: no hay, no existe tal persona.

Al Carnicero y a mí nos quedaba perfectamente claro. Sabíamos que en esta contienda tarde o temprano tenía que haber un vencedor. Ambos tendríamos que lanzar todo nuestro esfuerzo hacia la última batalla. Quien fuera triunfador se llevaría la recompensa mayor y más deleitosa, mientras que el vencido se reduciría a esa lamentable miga de polvo en que se convierte todo aquello condenado al olvido.


lunes, agosto 16, 2004

14. Ménage à trois

Que me perdone quien suponga lo contrario; pero el enamorado es un bobo. Bobo como un calcetín roto, como una tarjeta de presentación arrugada, como una misma sílaba que se repite varias veces en un papel: bo, bo, bo, bo, bo...

Lo es tanto que no dispone de la convencional lógica que Todomundo necesita para sobrevivir. El sentido común le queda brincacharcos al enamorado, intercambia su astucia por idiotez, su inteligencia se vuelve insensata y el buen juicio sale corriendo de la casa perseguido por la policía o algún esposo engañado.

El amor, meloso lector, empolla tontitos.

Ahí estaba yo, por ejemplo, dichoso porque Ludovika había decidido que mi pan dulce se mojaría en su cafecito caliente.

Nos citamos en el Giuseppi’s porque la comida italiana era para nosotros una metáfora de nuestra querencia. TODO, de hecho, nos recordaba al amor que compartíamos. TODO era sonrisitas Colgate y gelatina de frambuesa.

Me imaginaba al pobre Carnicero mirándose frente a un espejo, contemplando con indignación toda esa musculatura que de nada le servía ante la fuerza del enamoramiento. Su exiguo cacumen no lograba atisbar cómo era posible que mi flaquita fisonomía pudiera conquistar, por encima de su fuerza bruta, la grandilocuencia de mi vikinga luchadora.

No niego que me burlé del fortachón, no niego que la victoria trajo consigo, en mi caso, una deliciosa pedantería. Por eso me sorprendió verlo en el restaurant. Supuse que llegaba a boicotear mi ilusión amorosa, que no había sido suficiente la derrota y que deseaba sufrir más contundentes humillaciones. Igualmente bobos son los que sufren por despecho: me quería ver dándole besos, colmarla de abrazos; deseaba sufrir el coraje en carne propia y yo, a nombre de los débiles y humillados del mundo, había decidido tomar venganza contra los gandallas fortachones. Entré al Giuseppi’s y me acomodé en una silla con el orgullo en ristre, a una buena distancia de mi ex-rival, pero no tan lejos como para que él no saboreará los lengüetazos que pensaba propinarle a mi Ludovika entre mordidas de pizza y slurp slurp de espaguetis.

Lo miraba con el desdén que se merecía. Cuando se descuidaba, hacía bolitas de servilletas que le arrojaba a la cara con la puntería del que carga el sartén por el mango, luego yo volteaba la cara hacia otra lado para no darle importancia a su enfado.

Confieso que me excedí un poco dándole golpes al caído. Se levantó de su lugar violentamente, tirando la silla como en las películas de Pedro Armendáriz; de pronto estaba frente a mí con una obvia indignación entre los cachetes. Lo barrí de piesotes a cabezota, sus dos metros y sus miles de rudos kilogramos no significaban para mí –la verdad– ni una mínima porción de quesito parmesano. ¿Ese ogro creía que me iba a intimidar? ¡Ja! Ya he demostrado que nunca he sido un chaparrito que se dobla fácilmente. Me puse de pie y ahí mismo le hubiera soltado la primera bofetada si no fuera que en ese momento entró mi dulce amada y sonó la campana.

–Ah, Ludovika –le dije–, soy el campeón de natación que se ahogará en tu mirada.

El Carnicero Jalil la miró sentarse a mi lado.

Después yo la miré invitarlo a que se sentara junto a nosotros. Ahí estábamos los tres bobos compartiendo una pizza de peperoni con tocino. Él me dio un puntapié debajo de la mesa, que disimuló con una sonrisa, y yo le regresé una patada en nombre de la justicia social.

–Amada mía, por favor explícale –le supliqué a la grandota.

–Es importante que ambos lo entiendan –comenzó a decirnos, casi maternal–: los dos son mis amores y se me ha ocurrido que tal vez así podría funcionar perfectamente. La verdad es que no he podido decidirme por uno solo y quisiera que los dos fueran mis amados, al mismo tiempo, juntos y para siempre.

¡Pinche Ludovika, resultó más troglodita que el Carnicero Jalil!

De pilón, tuve que pagar la cuenta.

lunes, agosto 09, 2004

13. Pinche carta a una luchadora

Sra. Ludovika la Vikinga
Campeona de la Triple A, allá en el Distrito Federal.

Querida Ludovika: ¿te acordarás de mí? Soy el tijuanero que te llevó de la mano que te enseñó su cuaderno de apuntes que se perdió en tu colosal cuerpo de campeona mundial.

Entendería que no te acordaras. La vida muchas veces es pura presunción, algo que avasalla que cubre que bendice que te hace olvidar. Tal vez me olvidaste; pero yo he seguido muy de cerca tus apariciones en la televisión, la noticia de tus victorias y tus declaraciones en la prensa.

Yo no he podido olvidarte, lo confieso sin pena ni gloria, no como quien carga una cruz sino como quien tiene el bolsillo lleno de piedras. A veces es necesario tirar algunas para continuar el camino.

¿Quién diría que te ibas a convertir en un recuerdo, brisa, aire, neblina? ¿Quién lo diría cuando yo era un pendejito feliz de tenerte?

Hace unos días visité una exposición de instrumentos de tortura en un centro cultural y te imaginé usando esas herramientas para extraer mi corazón. Me dolió un poquito pero sólo un poquito, pinche Ludovika.

La primera vez que te besé —recuerdo—, me tomó un día completo para dejar de hacerlo. Y tú eras la esponja más tímida que yo había visto. Mujer enorme y frágil frente a un hombre pequeñito que requería manos y vida para completar la jornada.

Los viejos marinos así debieron trazar las primeras cartografías, recorriendo litorales, mirando estrellas, tomando notas. Calculé meridianos y paralelos, cuadriculé tu cuerpo echando a volar latitudes y longitudes. Prófugo de la amargura, me dediqué a cada cuadro con la desesperación del cobarde que sabe que lo va a perder todo tarde o temprano.

¿Te acuerdas?

Aprovecharé este día y esta carta para tirar la primera piedra y liberarme del peso. Total: tantas otras cosas he perdido que ya no sé cuánto es lo que tengo guardado en mi inventario de recuerdos. Ni siquiera pienso ahora tan seguido en ti. Para que veas cómo la memoria no termina ni comienza. Los candados sólo sirven para cerrar lo que podría abrirse y ni siquiera eso me queda, ya no hay en mi cerebro una puerta que lleve tu nombre. Pero tenía que decirte estas palabras; despues de todo, no soy uno de los rudos golpeadores que conoces sino uno de los técnicos perdedores, aún adolorido después del último combate.

No me avergüenza decirlo: he estado compartiendo con el mundo nuestra vida juntos, la publicó por entregas en un blog. Es la primera vez que escribo algo y no siempre me sale bien. Ni modo: será tu piedra en el bolsillo.

Me despido así nomás porque las cartas tienen que terminarse. Te deseo lo mejor bla bla bla, etcétera.

Atentamente: ya sabes.


* * *


En fin, la historia iba muy bien hasta que decidí escribirle esta carta a la luchadora de mi corazón. Perdón, meloso lector, por interrumpir la anécdota.

En Ludovika la Vikinga deposité mis ahorros y sólo me redituó la desgracia. Incluso, para bien o para mal, imaginé un futuro lleno de niños y una casa con volkswaguenes en la cochera. Hasta comencé a trabajar en el ayuntamiento por tal de obtener el bienestar económico que toda la podrida sociedad espera que tenga cualquier iluso que intente vivir feliz.

Snif, snif. Mejor ya no sigas leyendo: se va a poner muy triste.


lunes, agosto 02, 2004

12. Pobre diablo guapo

La sorpresa tiene su gracia. Aunque en muchas ocasiones nos volvemos pesimistas y cínicos y nada nos conmueve y nos volvemos patitos patéticos –repito–, la sorpresa tiene su gracia. Llega por la espalda, repentinamente, y por más bien parado que te encuentres todavía saltas como un niño que abre su regalo de navidad y encuentra ahí justo lo que había deseado.

Enmedio de mi desolación, hundido en mi casa, atarantado por la vida y reponiéndome de los esfuerzos físicos que realicé durante mi contienda con el Carnicero Jalil, Ludovika la Vikinga me llamó por teléfono para confesarme que yo era lo mejor para ella, lo importante, lo esencial, lo perfecto.


No cabe duda que todo ser humano nace con cierto grado de sensibilidad literaria. En esa conversación, ella elaboró sus frases con una fina elocuencia que yo no le conocía. Habló de certidumbres, florecimientos y mechas que se encienden para iluminar la vida oscura. Con cada palabra derramó sus aguas sobre mis recipientes de barro y después, cuando estaba vertida la última gota, permaneció en un silencio seco que sólo sabía esperar mi respuesta.

La verdad era que desde la última vez que la miré, meloso lector, mis pensamientos no sabían otra cosa que circular alrededor de su imagen luchadora.

Clavadísimo como el mejor (o el peor) de los enamorados, Tijuana se había vuelto un gran aparador donde Ludovika lucía sus galas. Yo la veía en mis largas caminatas por la Zona del Río, la observaba en las filas para pagar el impuesto predial, inventaba su imagen en las estatuas grotescas de nuestros héroes, sobre los puentes y en la canalización que cubría los lodos de la ciudad. Hablaba solo como un enfermo delirante mientras la demás gente me veía con esos ojos que solamente tiene la demás gente cuando mira a los que hablan solos. No me importaba, de veras, porque en esos días la ridiculez llevaba mi nombre, estaba hecha para mí.

Si me encontraba sentado, tomando un cafecito en el Denny´s, Ludovika se aparecía como una alucinación frente a mí. Entonces, claro, comenzaba a decirle tantas burradas que se me retorcía la conciencia. Las meseras se acercaban, dizque para atenderme, pero sólo querían reírse de la verborrea amorosa, del palabrerío del loquito loquito loquito loquito de amor perdido.

Caminaba por las calles sin imaginarme que en otro extremo de la ciudad, por allá, en la Colonia Libertad, mi Ludovika caminaba también perdida en la más ingrata confusión.

A ver, meloso lector, contéstame esto: ¿por qué nuestro mundo es tan complicado?

Te juro que no tengo una respuesta apropiada. A veces estoy perfectamente de acuerdo con los matrimonios prearreglados. Créeme que es mejor que tu familia decida desde que eres niño con quién te vas a casar, que tener que sufrir en carne propia la incertidumbre del amor. Perdón por el extremo en que he caído; pero bien lo dijo José Alfredo que ciertas penas “ni a mi peor enemigo se las deseo yo”.

Recuerdo que alguna vez mi madre me contó que durante su juventud tenía tres pretendientes, tres muchachitos ajenos a toda formalidad, uno gordo, uno chaparro y uno guapo. Mi mamá se decidió, según lo dictaba su buen juicio, por el más guapo. Poco tiempo después se casaron.

La ironía recae aquí en la retrospectiva. El gordo fue el fundador de una cadena de supermercados, el chaparro fue uno de los más importantes cardiólogos de la región y el guapo nunca fue otra cosa que el más guapo, un pobre diablo guapo que no hizo otra cosa en su vida.

A pesar de todas mis vanidades, enmedio de mi propio tormento, me veía como la opción más ínfima de Ludovika. Imaginaba que el Carnicero Jalil, siendo un luchador como ella, le prometía un futuro certero, mientras que yo, pobre diablo ni siquiera guapo, seguramente sólo le ofrecería unas cuantas migrañas y un corazón maltratado.

Pero el amor es pinche.

Tan es así que ante la obvia selección del mejor candidato, Ludovika la Vikinga, futura campeona de la triple A, optó por este pobre diablo, su atento y seguro servidor. Para ella, lo importante, lo esencial, lo perfecto.



domingo, julio 25, 2004

11. Tarde tarde tarde

A mi querida Ludovika le interesaba, sobre todas las cosas, que mi encuentro con el Carnicero Jalil fuera lo más justo posible. Es bien sabido que los rudos no reconocen las reglas del buen luchar, que siempre terminan por hacer un acto de escalofriante crueldad. Mi idolatrada Vikinga había hecho bastante por disuadirme. (¿Cómo ilustrarte el amor que rutilaba en esos ojos, meloso lector?) Me decía, implorante: "Chiquitito mi chiquitito, cada quien tiene su ring, donde es campeón mundial, y éste, en la Arena Tijuana 72, no es el tuyo, mi chiquitito".

"Pues sí, mi querida Ludi", le confesé resignado, "para mí ya es tarde tarde tarde: soy un tonto desos tontos tontos que se ahogan y se vuelven a ahogar."

Me habló de tácticas y posiciones, las estrategias más recomendadas para un luchador principiante. La verdad es que en ese momento ni siquiera la escuchaba, engolosinado con una ternura y sabiduría que nunca hubiera supuesto al verla lanzando adversarias contra las sillas de ring-side. Sí, meloso lector, estaba enamorado como quien se cae de un árbol una vez tras otra, con heroicidad, con bravura, como un héroe de celuloide, como un campeón literario.

Quizás no sea preciso decir que mi debut y despedida de la lucha libre fue un encuentro demasiado breve. El Carnicero era del tamaño de mi Ludovika, lo cual claramente indicaba que sería imposible vencerlo. Pero, neta: ¿sabes cuándo muere la pinchesperanza?

Vieras, meloso lector, que sobre un cuadrilátero todo se magnifica y el rudote se veía todavía más grande cuando cruzó las cuerdas. Traía, por supuesto, la máscara que lo caracterizaba, misma que perdería unos años después a manos del perrísimo Perro Aguayo. Ludovika me había recomendado conseguir un leotardo y unas rodilleras; pero decidí luchar con mi ropita de todos los días, aunque me quité la corbata por razones obvias.

Mi Vikinga dio el campanazo y me aventé al centro del ring sin dar muestras de temor. El Carnicero tomaba su tiempo, tenía las cartas a su favor, hacía fintas, trataba de asustarme sin que yo diera muestras de emoción alguna. Era una reacción similar a quien se enfrenta a un pelotón de fusilamiento y ha tenido toda la noche para pensarlo. Mi derrota debería ser digna sobre todo porque me encontraba ante los ojos de mi ferviente adorada.

Finalmente el rudo se arrojó sobre mí, me torció el brazo y comenzó a darme patadas en el trasero. Nada de dignidad en eso, pensé. Era, por supuesto, muy ridículo.

Sentí el rubor del universo llenarme la cara. Como pude, logré zafarme y encaramarme encima del Carnicero. Extraje de mi bolsa una corcholata (que había guardado como quien lleva un solitario condón en la cartera) y raspé con furia la frente de mi rival. El rudo no perdió tiempo y me lanzó fuera del ring. Mientras se recuperaba de la conmoción y de los hectolitros de sangre que de repente le empapaban la máscara, yo estaba otra vez a su lado, en esta ocasión con una silla. ¡Clonc, un sillazo en la cabeza, clonc otro sillazo! Y antes de que dijera ¡ah, cabrón!, una patada superpremeditadísima en el centro más exacto de sus luchadores güevos. Trooooooom, se dejó caer el gran Goliat. Troooooooom, se quejaba señalando sus testículos para indicarle a mi Ludovika que una regla –chingado– se había roto. Mi amor, asombrada, no pudo hacer otra cosa que descalificarme. La contienda, como dije, fue demasiado breve.

No sé qué me poseyó. A pesar de que estábamos solos en la arena, tal como mi Vikinga lo había solicitado para evitarme vergüenzas, comencé a escuchar el grito desaforado de la multitud: MÁScara MÁScara MÁScara. David cortó la cabeza de Goliat en un delirio semejante al que me aprisionaba en esos momentos. Claro que sí: máscara máscara máscara. Le di otra patada en la espalda que lo hizo aullar y me lancé sobre las agujetas de su dignidad. Se lo merecía por filisteo y por cabrón. Escuché a mi dulce Ludovika gritarme, implorarme, que lo dejara en paz, que yastaba bien, que no fuera pinche; pero máscara máscara máscara. Israel entero me lo pedía.

Fue entonces cuando sentí las manos enormes de mi bienamada elevarme a lo alto del cielo, girarme como helice y arrojarme lejos lejos por encima de las cuerdas, por encima de ring-side, por encima de mi estúpida y recién inventada valentía.

 


lunes, julio 19, 2004

10. Media nelson al corazón

En el cuadrilátero del amor, no hay réferi que se interponga entre los contrincantes. Nadie que marque la cuenta final, que sermonee a los luchadores o que se oponga a los trepidantes golpes bajos. En este ring de la vida, los amantes se encuentran solos; no hay aficionados gritones que echen porras cuando se logra una victoria ni cuando se llega glorioso a un campeonato.

En fin, así, más o menos, iba mi discurso. Yo no podía suponer qué era lo que Ludovika deseaba oir; pero adivinaba que para superar a mi contrincante, el enmascarado rudoteka Carnicero Jalil, tenía que usar las más precisas artimañas, darle nuevas connotaciones a los sustantivos, barajear artículos, manosear preposiciones y conjugar (o conjurar) verbos de maneras nunca vistas. Para que mejor me entiendas, meloso lector: seducirla como un lépero y estrujarle el alma como un depravado mental.

Tienes que imaginarte una cara enorme y hermosa, unos brazos gruesos y sudorosos, capaces de lanzar por encima de las cuerdas a cualquier sinvergüenza que osara proferir una mala palabra. Yo corría grandes riesgos con mi arenga pasional, caminaba descalzo sobre la cornisa de su cuerpo. Sabía que de un momento a otro, la mujerzota podría aburrirse y aplicarme una media nelson quebradora de corazones. Ambos lo entendíamos, así que me dejó hablar hablar hablar y hablar, atenta a nuestros relojes íntimos, pendiente de la primera omisión, del primer pronombre mal utilizado o de cualquier falta de ortografía que rompiera el hechizo. No perdonaría la menor errata: mi descalificación hubiera sido poco, Ludovika me habría hecho sangrar.

Lentamente, la cara enorme adquiría nuevas dimensiones y matices, sonreía, se sonrojaba, maldecía a la pinche vida que antes no le había ofrecido tales palabras. Supe, meloso lector, que yo había alcanzado el triunfo de la primera caída cuando empezó a contarme la historia de su pretendiente el Carnicero Jalil. ¡Cómo deseaba Ludovika, muchas veces, un simple beso "travieso y dulzón", un abrazo, un apapacho, una señal clara, ni siquiera contundente, de la tantas-muchas-veces-mencionada bondad amorosa!

Pero el Carnicero, empedernido troglodítico, sólo quería morderla: la invitaba al cine y la quería morder, la llevaba al gimnasio y la quería morder, la invitaba a un baile = morder morder morder.

—¿Qué no sabes otra cosa? —le llegó a decir mi grandota.

—¿Otra cosa? —preguntaba el zonzo.

Triste decirlo: hay hombres que simplemente no se les da la conquista, nacen con la erección por delante como un pequeñito obstáculo que les impide razonar. (Esto me lo ha dicho mi prima La Chiliska.) Claro que el Carnicero no sabía otra cosa. En la Universidad Autónoma del Amor, él jamás hubiera obtenido la licenciatura más accesible: habría reprobado todas las materias, lo habrían suspendido, le habrían puesto una tremenda tacha en el certificado de buena conducta. Lo cierto es que en este cuadrilátero, él no tenía nada que anhelar; pero en el momento de nuestro duelo, según las reglas lo indicaban, al Carnicero le tocó escoger las armas y el retador tenía que enfrentarse a él, mano a mano, en la Arena Tijuana 72.

Fue a las seis de la tarde de un día lluvioso.

No hay un hombre sensato en este mundo, delgado y chiquito como soy, que hubiera aceptado tal desafío. Pero llegó el momento en que tenía que defender el honor de mi Ludovika.

Te voy a decir, meloso lector, que el honor es sagrado en mi patria. Aún sabiendo que la lujuria es breve y que tal vez, mañana o pasado, no darás un comino por ese amor, cuando estás perdido en los túneles del trance luminoso, no dudas jamás de arrojar tu vida por la ventana si es necesario. Sabes que de cualquier forma tu existencia está en manos del ser amado, tu corazón abierto, propenso a cualquier despliegue de artillería. 
  
  
 

lunes, julio 12, 2004

9. Rudos, técnicos y cursis

Mi diccionario Espasa-Calpe define a lo cursi como “Dícese de los artistas y escritores, o sus obras, cuando en vano pretenden mostrar refinamiento expresivo o sentimientos elevados”. La definición me parece perfecta. La cursilería es un arte que pocos logran refinar, y aunque nunca he publicado obra ni me considero artista o escritor, con frecuencia pretendo mostrar refinamiento expresivo en los propósitos del amor.

Es algo con lo que llegué al mundo, totalmente empaquetado con un gran moño de terciopelo. Se dice que cuando nací, mi primer acción no fue llorar sino agradecer a mi madre los dones que me brindaba a través de la vida, y que mamá me decía “no seas cursi” cada diez de mayo cuando le regalaba su invariable talco Maja (comprado en la Woolworth) y le improvisaba recitaciones que habría hecho ruborizar a cualquier poetastro enamorado.

¿Quién hubiera dicho que un trocito de humano como yo, con su cursilería y sus palabras rosas-fresas-rosas hubiera podido impresionar a la más grata y enorme de la mujeres? Cualquiera que la viera hoy, campeona de la Triple A, no podría imaginársela en los brazos de este hombrecito. Pero tengo testigos. Aquellos que me vieron caminar por el parque, por la playa, por los centros comerciales con Ludovika la Vikinga, sus grandes manos aprisionando las mías, sus dedos fuertes tronando los míos.

Pero no fue sencillo. Conquistar el corazón de una estrella requiere por lo menos la posibilidad de alcanzar el cielo. Y confieso que yo era un simple muchacho que no pretendía más que ir a la lucha libre todos los viernes. Encontraba en ello un simple pasatiempo, una seguridad de que en este mundo los buenos (llamados “técnicos”) eran capaces de obtener su recompensa; mientras que los malos (llamados “rudos”) siempre sufrían la penosa pérdida de máscara o de cabellera. Así que no fue laborioso admirar a mi Ludovika. Ella representaba la bondad encarnada como Mil Máscaras, Blue Demon o Tinieblas. El problema, por supuesto, era seducirla.

La seducción siempre es una materia que requiere ponderarse. Tal como la cursilería, es un arte que pocos dominan; requiere, por lo menos, de concentración, y yo miraba a la Vikinga (cada uno de sus movimientos, su destreza con llaves y candados) como un Kalimán de pacotilla. Me imaginaba debajo de sus brazos o entre sus piernas cuando aplicaba unas tijerillas. Me habría gustado, en cualquier momento, sufrir las penas de sus contrincantes: ser aventado contra la lona, ¡espaldazo!, uno-dos-tres primera caída, segunda caída y adiós.

Con la mirada baja me aproximé a pedirle un autógrafo y cuando ella escribió sus jeroglíficos en mi papel, lancé una moneda al aire como lo habría hecho cualquier cursilón en busca de la mujer amada: “Ludovika”, le dije, “tus ojos son dos galaxias que merecen un lugar en mi cielo oscuro”.

(Ni en sus tiempos más austeros, nuestro planeta ha sufrido majadería más cursi que la que yo acababa de proferir.)

Ella me miró como se observa a los planetas a través de un telescopio, como diciendo “ni modo”, como diciendo “ojalá”, como diciendo “capullito de alhelí”. Su aliento pancrácico me sopló un “gracias” que sólo servía para espantar niños. Comprendí en ese momento que Ludovika tenía poca experiencia de combate contra seres poseídos y atarantados por la libidinosidad.

Pasaron dos viernes hasta que me atreví a aproximarme nuevamente. Ella había hecho añicos a la Spider Woman en una apoteósica contienda que casi merecía su descalificación. “Aquí estoy de nuevo”, le dije, “veo que hay un moretón en tu pierna como el que existe en mi corazón”.

Cursilería, divino tesoro.

La invité a comer. Yo pequeñito junto a la colosal Ludovika, sus piernas eran incontenibles; sus caderas, avasalladoras. El peso de su cuerpo me podría quebrar pero no lo hizo. En nuestra primera cita, cuando le dije, apenado, a escondidas, que fuéramos novios. Los ojos cafés de mi campeona entonaron la afligida canción de los gimnasios: me confesó que otra persona, justo el día anterior, le había solicitado la misma cosa sin que ella supiera qué decirle.

Se trataba del enmascarado Carnicero Jalil, 300 kilogramos de bíceps, tríceps y encabronada rudeza.



viernes, julio 09, 2004

8. Motorcito cachondo

Imposible evitar el fracaso, nos llega como un inoportuno polizonte cuando elevamos la velocidad del carro. Es un muro que de repente se erige en nuestro camino preferido. Es la red que de pronto se rompe y deja caer al trapecista. Que me pregunten a mí que he saboreado el caldo de múltiples fracasos en estas recetas del amor.

Lo mejor es una pronta recuperación: saber que todo da vuelta, mantener el optimismo. Petra, por ejemplo, dio vuelta 360 grados; pero fue muchos años después y tanto ella como mis preferencias habían cambiado para entonces. Yo comenzaba a cortejar a Caldito y la concentración no me permitía desviar la atención a otros mares. Como buen marinero que soy, no dejo que otras gaviotas vuelen a mi alrededor antes de gritar un “tierra a la vista”. Y yo sabía que Caldito requeriría mis mejores tácticas, así que recibí a la nueva Petra como a un cartero: le dije “muchas gracias y adiós”. Imposible evitar la crueldad. Ni siquiera miré sus ojos, ella misma había cerrado el caso aquella noche en su casa y ya se me habían terminado los folders como para abrir otro expediente. De cualquier forma, mucho de lo que me había impactado de Petra durante mi juventud –en la calle Tercera, frente a Toumbolián–, ahora se alojaba en un pretérito donde era imposible cualquier rescate. “Muchas gracias y adiós”. El meloso lector se extrañará por mis palabras duras; pero aquel primer fracaso dejó una huella tan profunda que sería posible, hoy en día, aún encontrar petróleo en las aurículas perdidas de mi corazón.

Sufrí como sólo pueden sufrir los muchachos, con esa pasión que ya retrató Homero, que ya retrató Shakespeare, que ya retrató Nabokov, que ya retrató mi vieja Pólaroid Instamátic. No me entregué a la bebida porque el alcohol invariablemente me hace vomitar; no me entregué al tabaco porque los cigarros aún me producen interminables ataques de tos. ¿A qué me entregué entonces? Bueno, desprovisto de cualquier “ilusiona morosa”, con la idea fija (e ingenua) de que NUNCA MÁS intentaría la procuración del amor, sólo pude concentrarme en los calzones de Petra y en la idea de que tal vez mi destino estaba en la devoción por este tipo de objetos personales. O sea, entregarme al FETICHE, que, por cierto, rima con “metiche”.

Le he pedido a Caldito que acerque una de mis petacas del recuerdo, un gran cofre que originalmente era de mi abuela y que hoy guarda la más grande variedad de calzoncitos que el mundo ha visto, catalogada en orden alfabético por nombre de su dueña original.

Debo explicarte, meloso lector, que todos estos chones eran simples exponentes de amores no realizados. Peligrosas aventuras donde arriesgaba el pellejo, muy similar al Caso Petra.

Aquí tienes algunas muestras seulement para ilustrar: en la letra A comenzamos con Ambrosia, la cachetona, muy tradicional, como puede verse en estas pantaletas que obviamente le tapaban el ombligo. Seguimos con Baloncesta, delgada y caballuna, en quien plante mis semillitas pero perdí toda la cosecha. Caniastra que me echó los perros en un sentido muy literal, aún guardo la cicatriz en el tobillo. Desdemoney, la mujer más traicionera que ha conocido el universo. Encillita, gordita preciosa por quien aprendí el fino arte de preparar palomitas sin maiz. Falopia, su nariz era tan grande que en mis sueños yo siempre aparecía metiéndome en sus orificios velludos. La licenciada Gatalea, quien fuera mi jefa durante mis tiempos de humilde empleado en las oficinas del ayuntamiento (¿hablaré de ella más adelante?). Y más y más y más. Todavía puedo arrojar estas prendas al aire y recordar las voluptuosas sensaciones de esos tiempos.

Fueron momentos extraños. En mi vecindario se me consideraba persona non sancta. Tuve raspones con jesuitas maquiavélicos,. gané popularidad entre mis amigos los borrachos y, después de un tiempo, no hice más que echarme a dormir para manufacturar una buena cantidad de fama en el barrio. Sí sí sí: al rato, no faltó quien me mirara y ofreciera entregarme sus pantaletas usadas por su propia cuenta y riesgo. “Perdón”, le dije, “no es lo mismo”. A pesar de todo esto, era una simple etapa necesaria de superar. Se tenía que regresar al auténtico amor: motorcito cachondo, inventor de ilusiones, diamantina de mi corazón.

Para que yo saliera de esta etapa se necesitaba alguien que fuera todo músculo y que estuviera dispuesto a invertir el mayor empeño para destapar los caños de mi alma. ¿Quién podría ser mi salvadora? Nada menos que Ludovika la Vikinga, luchadora técnica en el ring, pero amante ruda en los callejones del amor.


lunes, julio 05, 2004

7. El dolor, el olor, el horror

El doctor Sigmon Froid tiene mucho que decir al respecto de las relaciones entre hermanos. Yo mismo, debo confesar, he gozado ciertos deslizes con mi parentela. No dudo que en este “Diario de Batalla” (llamémosle Bitácora) mencione de vez en cuando a mi superdotada prima La Chilizka quien, mucho antes que Petra, me introdujo a los placeres de la nunca-bien-ponderada introducción coital. Eso será mucho después. Lo cierto es que Herr Dóktorr Froid hubiera hecho las mismas observaciones si habría visto a la Petra interactuar con sus hermanos; miraditas, sonrisitas, palabritas que no llevaban el mismo propósito que los actos realizados en el seno de las familias “decentes”. Algo olía putrefacto en aquella relación; pero en esos momentos yo no estaba para conclusiones psicoanalistas.

La última vez que estuve frente a ti, meloso lector, te contaba sobre la soberana madriza que me propinaron los hermanos de la tal Petra, hasta que llegó el ángel de mi salvación. Mi estado no era muy bueno, yo era un trozo de pulpa tirado en el jardín, carne molida lista para hamburguesas. Los hermanos estaban dispuestos a la última consecuencia y los gritos de Petra no fueron suficientes para detenerlos. Esa noche descubrí que ella poseía cierta pericia en una de esas artes marciales que hoy no recuerdo bien su nombre (kuai kuai, chon kuai, chop sui). Cada uno de sus hermanos voló por los cielos como arrojado por una película de Jackie Chan.

Entra Herr Froid justo cuando entendí que ellos se habían enfurecido más al escuchar que Petra dijo que yo era su amor.

(Meloso lector: ¿alguna vez has saboreado la delicia del amor? Es como si bajara una nube y perpetuamente rodeara tu cabeza con brisa y viento. No te deja ver nadita y con frecuencia chocas y te caes y te levantas y, como si nada hubiera sucedido, continúas tu camino absorto en la neblina hasta que todo se acaba, llega otro amor y una nueva nube te obliga a renovar las mismas idioteces.)

Los hermanos estaban furiosos pero la mirada de Petra detendría avalanchas y estampidas. Me jaló, me arrastró, ayudó a levantarme. Por suerte, ningún hueso fracturado (de hecho, no se me rompería ninguno hasta mis lances eróticos con Ludovika, La Vikinga). Yo era como un día lluvioso, sangre en lugar de agua, goteando por doquier el jugo de mis carnes. Me senté junto a ella, en la cocina de su casa, y comenzó a limpiar mis heridas, no con sus besos como hubiera deseado sino con una toallita Magitel.

Alcancé a solicitarle disculpas por mis actos de esa noche, por lo cochino que estaba quedando su piso y por el par de dientes que tenía que dejar sobre la mesa, por temor a tragármelos. Quise tomar su mano, pero ella zafó la suya para limpiarla de inmediato.

“No sé cómo decirte, Filiberto; pero la verdad es que no te quiero ni para amigo.”

El dolor, el dolor, el dolor, el dolor es relativo. Por lo menos no decía que me odiaba. Además, no había nada que pudiera dolerme tanto en esos momentos como la mejilla, el codo, la pierna, los dedos, las costillas, etcétera. “Perdón”, le dije, y puse una uña sobre la mesa, junto a los dientes. Es curioso cómo las palabras tienen otro significado cuando surgen de una cara embadurnada de hematomas. Nada dije de lo que yo deseaba decir. Ella entendió que yo mismo no la amaba, quera un simple capricho, que en realidad unos calzoncitos habrían sido suficientes para sosegar mis ansias de lascivia.

Petra sonrió, sapiente y comprensiva, me entregó unas pantaletas nuevas en una bolsa de plástico para que no se mancharan de sangre. Ya no supe explicarle que prefería unos chones viejos, más empapados con su aroma. La cara hinchada traducía mis palabras convirtiéndolas en cosas distintas. Tampoco logré decirle que yo jamás de los nuncas de los nevers me había llamado Filiberto. No importaba, hice la concesión: si ella quería, yo podía ser otro Filiberto en su vida.

Como pude, le di las gracias e intenté depedirme con un beso que ella rechazó con cierto asco. En la esquina me esperaban sus hermanos. Adiós, muchachos. Como pude, cojeando, gritando, auch, emprendí mi huida hasta encontrar un taxi.


lunes, junio 28, 2004

6. Vida duro pega la

Una lección que pronto aprendí en mi vida es el conocimiento de que el dolor pierde sus matices en los asuntos del cariño y la lujuria. Como los gritos de la parturienta, que pronto se olvidan cuando tiene en sus brazos el resultado de su labor, también he sentido dolores que pronto han desaparecido en aras de la conquista amorosa.

Es cierto que “El Caso Petra”, como he decidido llamarle, tuvo un ingrato desenlace; pero, ¿qué es esto junto a las noches que me hizo pasar? Esos juegos nocturnos, en los que sólo intervenían mis manos, han sido, sin temor a exagerar, los mejores de mi vida. ¡Bendita la imaginación en donde todo puede suceder! Saborié los penachos de Petra, engullí sus diademas, mordisquié sus parajes más volubles. Al día siguiente, mis experimentadas ojeras eran testigos de los avatares nocturnos y traviesos. ¡Ooooh, esos días en que una almohada era tan deleitosa como pasar los dedos por una nalga humana!

A pesar de que recuerdo con tanto deleite aquellas noches, debo confesar que fue dura la cuota que pagué por el amor que le profesé a la canija Petra, cuando intenté materializar mis ilusiones. Si no con ella misma –pensé–, por lo menos sí con sus calzoncitos que colgaban del tendedero. Fue ahí cuando aprendí el auténtico significado del dolor.

Como he dicho con antelación, yo era un simple jovenzuelo, nada diestro en golpes, sean de la vida o de los puños; cabe aclarar que aunque lo hubiera sido, la noche en que decidí robar los profánicos calzones de Petrita, las básculas de mi suerte se habían inclinado hacia el enemigo. Los hermanos de Petra no eran dos sino cuatro, cada uno de ellos muestra poliédrica de masculinidad sudorosa. No me vieron sólo como un intruso que mereciera ser arrojado a la calle, sino como a un propenso violador, perverso, cochinote, majadero que merecía una lección. Así que diez o doce golpes no fueron suficientes para colmar sus ansias de venganza. Había que pegarme duro y macizo, donde más doliera, donde más sangrara y donde más me fuera difícil olvidar.

Lo primero que intentaron hacer sus hermanos fue arrancar de mi vida los chones de la Petra. ¡Cómo batallaron! Me golpeaban y jalaban, me pateaban y jalaban. No los soltaría jamás –JAMÁS–, cómo iba a hacerlo si era como apretar un hijo contra mi cuerpo. Esas pantaletas eran mías –MÍAS– desde que Petra decidió comprarlas en la Dorians y ponérselas, al fin –UFFFFFF–, para adornar su penetrante cadera.

“Son mías, son mías”, les grité a los trogloditas sin tener siquiera la oportunidad de defenderme ya que mis manos, mis brazos, mi esencia protegían al fetiche venerado. Ellos no eran capaces de razonar algo tan sencillo, zonzos-gorilones-neandertales, me golpeaban y jalaban, me pateaban y jalaban. Hasta que se escuchó ese doloroso rasguido y supe que el apacible algodón había sido derrotado. La pantaleta había muerto en batalla convirtiéndose en un trapo inútil sin olores ni recuerdos. “Está bien”, les grité, “se los doy, llévenselo, ya no los quiero, ” y alcancé a levantarme por unos segundos.

Ellos sólo conocían la sed de venganza, cada uno de sus pelos corporales exigía violencia hombruna. Mi pasión apenas había comenzado: la siguiente sucesión de azotes fue mucho más feroz: golpes y patadas, golpes y fregazos, golpes y porrazos (en la cara no, en la cara no). Yo había dejado de defenderme, qué caso tenía, sentí que debería morir junto a los chones asesinados de mi Petra. Sólo protegía mis partes más nobles de la madriza y ahí, junto al tendedero de la casa de mi amada, en posición fetal, contemplé por primera vez la arquetípica luz al final del túnel, esa muerte que poco a poco se acercaba saboreando mis entrañas. ¡Adiós, mundo cruel que no quisiste enseñarme tus secretos! La luz comenzaba apagarse. Good bye, good bye. Adiós para siempre adiós.

Entonces, entre el tumulto violento, surgió la voz de mi ángel salvador, un grito desaforado que sólo podía salir de las pétricas cuerdas vocales de mi dulce amada: “Ya déjenlo, hijos de la chingada, los valientes no asesinan”.

¿Será posible que en realidad ella guardaba un poco de cariño hacia mí? ¿O tal vez había llegado mi muerte y en el Cielo de los Buenos, junto a Dios, todos los deseos se volvían realidad por sécula seculórum? Esto último me pareció lo más factible. Y ahí, en el Paraíso (¿en dónde más?), la escuché gritar otra vez con fiereza: “Ya déjenlo, cabrones, ¿que no saben que es mi amor?”


lunes, junio 21, 2004

5. Rescate del lábaro patrio

Aborrezco las telenovelas. Las detesto no sólo por su propensión a ser influenciales en la conciencia de las masas, sino por dedicarle tanto tiempo al amor y no saber brindar la correspondiente realidad. Otra razón que me impulsa a escribir estos renglones: liberar a esta “magnífica emoción” de toda mitología telenovelera y plantarla bien sobre la tierra para que todos sepan compartirla y disfrutar sus dones.

Tomemos, verbi gracia, esas pausas dramáticas que se utilizan como un reiterado subterfugio en esas tontas historietas de televisión. Alguien dice algo importante y todos los personajes que participan en la escena se mantienen congelados durante unos instantes innecesarios que sólo se interrumpen con otra escena o con un comercial de detergente. Luego los protagonistas nunca actúan como deberían. Nunca los mueve el instinto ni la pasión, los verdaderos motores del amor.

En la vida, como podrá notarse a continuación, los actos se revelan con crujiente rapidez.

Fue pasión y fue instinto lo que me hizo saltar la cerca de la casa de Petra (un personaje de telenovela nunca lo hubiera hecho: ¡por mojigato!). Yo sabía que no estaba en casa, así que no pretendía encontrarme con ella ni confesarle mi amor. Era instinto; lo racional se había quedado en mi recámara, debajo de la almohada. Lo que yo buscaba era sencillo, lógico, humano: unos calzoncitos que colgaban de su tendedero, un recuerdito palpable, muestra de mi calentura, algo con lo que pudiera limpiar mis lágrimas en la noche, usarlo de estropajo durante mis baños y –por qué no– tratar de ponérmelos a escondidas. (No me avergüenza confesarlo ya que las cosas del amor no requieren explicación.)

Las pantaletas ondeaban con el viento como un lábaro patrio que merecía rescatarse de las manos invasoras. ¿Por qué no decir que todas mis clases de historia y civismo se encendieron en mi organismo y consideré un acto patriótico llevar a cabo esta hazaña? Yo sería finalmente un caudillo, alguien de quien se escribiría en los libros, a quien se le erigirían monumentos y por quien se nombrarían bulevares. Mi destino último no tenía importancia. Un fusilamiento, quizás, delante a un pelotón enemigo. Al cabo y qué, si una gran avenida, en el futuro, llevaría mi nombre.

No fue problema cruzar las murallas del invasor, la noche cubría mis pasos y una luna nueva bendecía mi camino con su oscuridad. La casa se veía sola, era un castillo cristiano que los moros habían tomado para no sé qué inmundos sacrilegios. Nadie podrá contenerme, nadie. Saldré rápidamente con mi tesoro y ellos demasiado tarde notarán su ausencia. ¡Un triunfo más para los cruzados! ¡Sí, señor!

Cuando estuve frente a ella, me puse de hinojos ante la maravilla de esa prenda íntima, propiedad de la Petra misma. Mis ojos se colmaron de lágrimas y mis manos temblorosas, poco a poco, con formidable reverencia quitaron una pinza y después otra para liberarla del tendedero. La tuve entre mis manos: esa suavidad algodonosa, esas florecitas que la adornaban, esos elásticos. Mmmmmmm... Cómo deleité mi olfato bajo esa noche de abril. (Confieso que el momento se agrió un poco cuando descubrí que los calzoncitos olían a jabón; pero, bueno, por algo estaban en el tendedero.)

Yo sé que debí escapar en ese momento. Yo sé que mis planes eran huir de ahí en cuanto tuviera el raudal en mis manos. Pero le recuerdo al meloso lector que me guiaban la pasión y el instinto; la razón, para estas horas, aún permanecía flojeando debajo de mi almohada. Así que me senté. (Ya sé. La regué. Ya sé.) Me senté un rato porque la emoción no me permitía más. Estaba ante la ciudad mítica, ante Troya, ante la Antártida, ante El Dorado. ¿Me quieres decir que tú habrías hecho algo distinto? ¿Lo hubieras tomado con frialdad, como una misión más? ¡Ja! Imposible si eres un lector sensible. Decidí que si Dios me había permitido llegar a salvo a ese lugar santo, entonces podría permanecer en casa de Petra durante toda una eternidad. Y así pretendí hacerlo.

Hasta que llegaron sus hermanos.


lunes, junio 14, 2004

4. El halcón maltés

Ya estuvo bueno. Es menester acabar con la historia de Petra, atar los cabos sueltos y contar el desenlace para poder continuar, sin remordimiento con las demás Petras que hubo en mi vida.

Tal vez sea conveniente recordarle al meloso lector que estos eran tiempos de mi primera juventud, cuando la vida era más sencilla y no había necesidad de pagar impuestos ni cosechar victorias. Yo era un muchacho preparatoriano sin más pretensiones que ir a la lucha libre los viernes en la noche. Esto nada más para contextualizar. Todos mis errores se debieron, tal vez, a mi inmadurez, a mi falta de experiencia en los-asuntos-del-amor. Desde entonces para acá, he logrado refinar el arte de acosar a una persona, lo he llevado, digamos, a niveles más sofisticados, a una precisión matemática que pocas veces me hace perder la orientación de la materia anhelada.

En aquella época, alás, no era diestro en tales sutilezas. Al principio simplemente la seguía. Me gustaba mirar por donde ella miraba y pisar las mismas rayas de la banqueta que ella había pisado. Si algo le llamaba la atención en un aparador, yo contemplaba ese mismo aparador en busca del objeto que le deleitaba tanto. “Algún día se lo podré comprar todo”, me decía, contando las alhajas, los anillos y las pulsera de la Joyería Emporio.

Ella, siempre con la misma exactitud, tomaba un taxi rumbo a Playas de Tijuana.

Es difícil seguir a alguien cuando no se tiene automóvil, casi imposible. Era evidente que no podía subirme al mismo taxi, hubiera sido ridículo, y esperar otro era como perder mi tiempo ya que éste último jamás habría alcanzado al primero. Decidí contratar uno especial.

Me vinieron a la mente todas las películas que he visto. Confieso que soy empedernido cinéfilo y que sólo Hollywood, después del amor, me ha dado tantos placeres en la vida. En numerosas escenas, le es preciso al héroe rastrear a un sujeto, muchas veces a la heroína misma. El personaje toma cualquier taxi de Nueva York o San Francisco y con un “fallow that cab”, la caza sigilosamente hasta el lugar del crimen. Lo mismo habría hecho Humphrey Bogart en The Maltese Falcon y por lo tanto era mi único recurso.

–Siga a ese taxi –le dije, apresurado, al chofer.

–Está pendejo –me dijo.

Y no se movió. Tuve que bajarme y buscar otro. Todavía no entiendo qué tipo de ética profesional le impidió a ese conductor perseguir a un compañero. Esto nunca le habría sucedido a Bogart. Alcancé un taxi distinto y le dije “váyase por ahí, por favor, sígale, dé vuelta en la esquina, derecho derecho, aquí párese”.

Descubrir la casa de Petra, en la calle Crestón, era una ilusión hecha realidad. Ahora sí podía husmear por sus ventanas, ver su ropa interior colgada en los tendederos, suponer que era ella cuando se encendía la luz del baño; en fin, hacer todo lo que el amoroso requiere para saciar su voluptuosa curiosidad.

No tardé en comprender que Petra tenía ya un ángel de su devoción, un ser especial que la hacía sentir todo aquello que es suave en materia de cariño y lujuría. Incluso, increíble decirlo, alguien que la hacía sonreír. Fue ahí, escondido entre matorrales, recurriendo hasta lo imposible por tal de no ser visto, que observé la cara pétrea de Petra esbozar una deleitosa sonrisa, diáfana, pulcra, dulce, y sentir el profundo pesar de no ser yo quien la provocaba. ¿Quién entonces? Un don nadie, sin lugar a dudas, que la colmaba de mentiras y engaños. ¿Qué podía decirle un insulso a mi suculenta Petra? ¿Hablarle de su nuevo par de tenis, de su última lectura de Chanoc, de su telenovela favorita? Así son estas cosas que colman de satisfacción a ciertas mujeres. Y no me importó, la verdad. Decidí permanecer ahí, frente a su casa, lloviera o tronara, hasta convencerla del indeleble amor que sentía por ella: la reteharta cabrona Petra.

Hasta que me topé con sus hermanos.


lunes, junio 07, 2004

3. Sobando la cucharita

En las cosas del amor, la perseverancia alcanza. Lo que se alcanza no necesariamente es lo que se pretendía en un principio; pero es inevitable que algo se ha de obtener.


Pocos llegan a la meta cuando lanzan a los aires la convocatoria de amor. Más a menudo sucede como a Cristobal Colón, que descubre otro continente en lugar de las ansiadas Indias. Pero soy testigo de que cierta cantidad de ruegos y acoso desmedido puede traer buenos resultados. Depende qué tan buen Uri Geller seas: si eres impaciente nunca podrás doblar la cucharita; sin embargo, si la sobas y la sobas, y la frotas y la sobas, tarde o temprano tiene que ceder.

Asimismo, requiere altos grados de concentración. Tienes que fijar tu atención en el objeto ansiado con tal devoción que todos sus relojes se reparen. Sólo así, con tenacidad, la perseverancia llegará a la meta anhelada.

Bueno, basta de chingaderas.

Tengo el caso, como ejemplo, de mi amigo Sigfrido, que ahora vive felizmente con su esposa Macaria; pero hace unos cuantos años sólo podía desearla de lejos y sufrir sus desprecios.

Todos sus amigos le decíamos que ella no era de su alcurnia, que reconsiderara, que había otros peces, que no era la única, que no era tan bonita, que no merecía tales devociones. Mas Sigfrido, criado a la usanza de las telenovelas, se había obsesionado con Macaria. La cargaba en sus pensamiento como un Diego Rivera en la frente de Frida. La veía no sólo en la sopa sino en el caldo, en la milanesa y en el guisado de papas. Había encumbrado a Macaria como los viejos aztecas a sus dioses de piedra y no había ni un sólo misionero español que pudiera incendiar sus templos o vencer su idolatría.

Le mostramos un poco del mundo, lo llevamos a ver otras mujeres, le compramos revistas, le cantamos gregorianos al oído, le narramos historias de amores frustrados y nos masturbábamos en su presencia como un acto de fe; pero él, pobre Sigfrido, estaba perdido en su fanática veneración.

Cada día la buscaba y cada día recibía sus desprecios. Yo, que mantenía aún frescas las pedradas de Petra, chaparrita descarnada, trataba de hacer lo mejor por él. Así que un día cometí el atrevimiento de encarar a la Macaria ésa y exigirle una explicación congruente. “Ya estuvo bueno de que juegues con mi amigo y arrastres su corazón por los pisos sucios de Tijuana”, le dije. “Respóndele ya o acaba con este martirio suyo, mujer desalmada”.

Su respuesta me sorprendió: “¿De veras me quiere tanto?”

Era un límpido indicio, a mi ver, de que Sigfrido se había enamorado de una mujer idiota. No obstante, comencé a enumerarle los actos de amor bravío que eran obvios ejemplos de su derecho a la canonización. Nunca me imaginé que yo acabaría siendo el Celestino desta historia.

Melibeo soy, Melibea adoro, en Melibea creo, a Melibea amo, bla bla bla.

Mi caso con Petra fue mucho anterior al de Sigfrido y yo recorrí el mismo derrotero brutal sólo que con distintos resultados. Nunca se me ocurrió mandarle a un amigo, tal vez al mismo Sigfrido, para que sirviera de intermediario. Ahí tuve que ir yo, correteándola por el Centro, espiándola entre las zapaterías y afuera del restaurant Guiseppis en donde acostumbraba comer.

Yo qué sabía de estas cosas, andaba en mi etapa Uri Geller y todo lo que deseaba era sobar la cucharita o, mejor dicho, sobarle la cucharita a esa tal Petra que me traía invocándola cada noche durante mis deliciosas y solitarias recreaciones nocturnas.

Hoy en día, Sigfrido y Macaria cruzan la frontera, cada sábado, para lavar sus ropas en las aguas pulcras de los Estados Unidos. Y yo, como te has de imaginar, nada tengo que ver con la chaparra Petra. Y qué bueno, la verdad.

No creas que ese “qué bueno” es porque estoy ardido o guardo rencor; no, no es tan sencillo: sucede que años después me encontré a la tal Petra y —créeme cuando te digo— ya no era la misma de antaño.

Ya sé, ya sé: esto, sin lugar a dudas, amerita una explicación más amplia. Será más adelante, meloso lector.

domingo, mayo 30, 2004

2. Bolsa de canicas

Pero ¿qué sucedió en la Calle Tercera?

Yo erea un preparatoriano y daba clases, como servicio social, en la Primaria Lázaro Cárdenas, junto a la catedral. Ahí la conocí. Era una de mis alumnas de secundaria abierta, no la más bella, nunca he sido de los que se evaporan ante una gran belleza; sin embargo, un rostro pétreo me puede calar en el pancreas, revolverme el estómago y hacerme correr al inodoro para confesar todos mis pecados. Esta cara pétrea rara vez sonreía, no hablaba, no hacía preguntas y parecía comprender todo cuanto le decía.

El día del amor, aquél que me atizó en la Calle Tercera –junto a la Dax, frente a la zapatería Tres Hermanos– yo estaba absorto en mi clase de español, que si cuáles ejercicios pondría, que si les dejaría más tareas hoy que ayer. Las reglas de acentuación son esdrújulas, agudas y graves. Más grave que mi situación no podía existir. Estaba leyéndoles un pasaje del Quijote mientras unos alumnos se dormían y otros soñaban despiertos. Ella me miraba con su cara de Buster Keaton, parecía comprender perfectamente mi explicación sobre los caballeros andantes, mi enérgica proclama por aquellos tiempos en que el amor valía, no como hoy, carajo, cuando el amor es sopa de fideos. Esos sí eran caballeros: los Amadís de Gaula, los Tirant lo Blanc, los Palmerines de Inglaterra. Cuando estos individuos –cabrones– deseaban algo, no permanecían en sus laureles, reprimidos y caducos, no; ellos salían con su fiel escudero y trotaban por la altiplanicie acompañados de su caballo y su esplendorosa espada.

¡Pobre güey el que se atravezaba en sus caminos!

Ella lo entendía todo –por supuesto–, su falta de expresión me lo decía, me hundía las uñas en la espalda y me rascaba el pulmón izquierdo. Así es como se arriba a la certeza del amor: puede salir de cualquier rincón, se puede escurrir por las ventanas o caer de un escritorio. Intenté aproximarme esa misma tarde, pero los deberes me lo impidieron. Caí en mi propia trampa, ¿acaso un caballero andante se hubiera detenido? No no no, hubiera pasado por encima de todo para llegar hasta su amor, así hubiera una ciudad amurallada y mil gendarmes de por medio.

Tuve que esperar una semana entera para volver a mirarla. ¿Saben lo que es eso, tener una ilusión colgada por siete días? Claro que fue una semana extensísima, los días se arrastraban como una tortuga parapléjica. Corrí hasta la escuela sin clase preparada, para qué, sabía que ella me comprendería sin necesidad de libros ni ejercicios. Ahí estaba, sentada y pétrea como todos los miércoles (condenada chaparra: aprieto los dientes nada más de acordarme). Me quejé de un dolor de estómago (nada inventado, por cierto) para disolver la clase y permanecer a solas junto a ella. “Espere”, le dije, “señorita Petra, deseo mucho discutir algunos asuntos con su amable persona”.

Ella, inconmovible, se esperó a que todos salieran.

“Señorita Petra: ángel-de-mi-devoción-constante-que-vuela-hacia-los-espacios-más-íntimos-de-mi-corazón-latiendo-...”

“¿De qué se trata esto?”, me interrumpió. (¡Me habló, por primera vez me habló!)

Miren: que yo quería platicarle de sus ojos y de las manos nuestras que podrían conjugarse en distintos tiempos verbales. Pero ella, cascarón fatal, no se interesó por ninguna palabra mía. Las dejó todas rodando por ahí, como una bolsa de canicas que de repente se rompe y esparce su contenido. La palabra amor rodó debajo de un mesabancos, la palabra esperanza se escondió junto a un mapamundi, la palabra deseo nunca más la he vuelto a ver.

¿Crees, meloso lector, que su desprecio me haría renunciar? Ja ja ja, me jacto desa suposición. La semana que entra te seguiré contando mis esfuerzos por conquistarla.



lunes, mayo 24, 2004

1. Todo por servir comienza

Así comenzó para mí el amor: con lluvia y relámpagos, con vientos Santa Ana azotándome los brazos, con incendios, con temblores. Así comenzó un día mientras caminaba por la Calle Tercera, enfrente de la Dax. Fue un golpe traidor propinado por cualquiera de esos dioses traviesos que se divierten con nosotros, malditos. Yo era muy joven; no merecía entrar aún a los terrenos del amor. No era un niño, entiéndanme, pero sí un joven que hubiera preferido un buen juego de beisbol a la contemplación de las piernas deliciosas de una mujer. Y así habría estado mejor, la verdad, porque entiendo ahora que hay emociones que sólo sirven para perder el tiempo, para desgastar el horario y derretir los relojes.

El amor, la principal.

A partir de ese momento –Calle Tercera, frente a la Dax–, mi vida no ha sido la misma; se ha llenado de curvas peligrosas, puentes caídos y calles sin pavimentar. Debo confesar que me he volcado una vez tras otra y he chocado en numerosas ocasiones, con todas las consecuencias que se obtienen al no estar asegurado contra estos siniestros. Luego nadie quiere pagar el choque. Y no hay carroceros, ni siquiera frente al parque Guerrero, que enderecen un corazón maltrecho. (Los he buscado y ninguno me ha dado una solución digna, sin excesos de bondo ni martillazos en la lámina.)

A todos nos llega, supongo, incluso a los que tienen el-alma-dura-de-roer. El mejor de ellos sucumbe. Policías y narcos por igual, políticos y sacerdotes. Ni el más correoso (el que se tatúa el pene y mastica vidrio, el que camina sobre brasas y escupe de lado) se mantiene firme ante la troje, ante el voluptuoso contagiadero del amor. Una mirada los dobla, una palabra los tumba, un perfume, una chingada sonrisa puede hacer incontenibles estragos en el muro más denso. Y no hay quien, después, quiera reparar la ciudadela; luego uno anda adolorido, los músculos arden incluso al mejor atleta. Cualquier búsqueda de ayuda es inútil, no hay médicos ni asociaciones civiles que se encarguen de un pobre maltrecho por el amor. ¿Por qué la cardiología no lo contempla? ¿La doctora Aubanel? (La he buscado, créanme, y no me ha dado una solución digna, sin exceso de medicamentos ni martillazos en la cartera.)

De ahí la necesidad, meloso lector, de un espacio como éste, en un blog como éste, que logre, si no sanar las heridas, por lo menos compartir la soledad, la resaca, la cruda pasional que ni mil kilos de sal-de-uvas ni trescientos trozos de chilaquiles pueden remediar. Aquí se encontrarán ejemplos de amores varios, violentos y cursis, locuaces, eróticos, enfermizos y tijuaneros, para que sepa el que sufre, el que cada noche escucha a José Alfredo y se ahoga en las playas tortuosas del delirio amoroso, que hay otros como él, hermanos, carnales, compas corrompidos por el primer, el segundo, el enésimo amor.

¡Salud entonces y sálvese quien pueda!

0. Explicación

El 6 de noviembre de 1996 comencé a publicar una historia por entregas en el semanario cultural Bitácora, de Tijuana. La historia concluiría 22 semanas después y daría origen a Ludovika la Vikinga, una musculosa luchadora, campeona sobre el ring pero afligida por la ausencia de amor en su vida.

Empecé la historia con mucho ímpetu y entregué a Bitácora las primeras tres entregas para tener un colchón y no retrasarme. Como suele suceder, no empecé a escribir la continuación del relato hasta que se me acabó el colchón, así que ya se imaginarán el acelere de buscar la manera de progresar una historia, semanalmente, sin tener una idea clara de su rumbo. Acabé agotado, pero fue una experiencia muy divertida.

Gracias a las posibilidades del mundo blog, he decidido reeditar esta historia titulada “Ingrata y pérjida: crónicas del maldito amor”, y hacerlo por entregas, como apareció en el semanario.

Decidí no modificar la estructura del relato, para que siga manteniendo el mismo acelere y desorden de la publicación original, sólo cambié algunas partes cuando sentí que un comentario estaba ya fuera de tiempo y requería de alguna actualización.

Espero que disfrutes esta las locas (y cada vez más aceleradas) aventuras de un enamorado.