14. Ménage à trois
Que me perdone quien suponga lo contrario; pero el enamorado es un bobo. Bobo como un calcetín roto, como una tarjeta de presentación arrugada, como una misma sílaba que se repite varias veces en un papel: bo, bo, bo, bo, bo...
Lo es tanto que no dispone de la convencional lógica que Todomundo necesita para sobrevivir. El sentido común le queda brincacharcos al enamorado, intercambia su astucia por idiotez, su inteligencia se vuelve insensata y el buen juicio sale corriendo de la casa perseguido por la policía o algún esposo engañado.
El amor, meloso lector, empolla tontitos.
Ahí estaba yo, por ejemplo, dichoso porque Ludovika había decidido que mi pan dulce se mojaría en su cafecito caliente.
Nos citamos en el Giuseppi’s porque la comida italiana era para nosotros una metáfora de nuestra querencia. TODO, de hecho, nos recordaba al amor que compartíamos. TODO era sonrisitas Colgate y gelatina de frambuesa.
Me imaginaba al pobre Carnicero mirándose frente a un espejo, contemplando con indignación toda esa musculatura que de nada le servía ante la fuerza del enamoramiento. Su exiguo cacumen no lograba atisbar cómo era posible que mi flaquita fisonomía pudiera conquistar, por encima de su fuerza bruta, la grandilocuencia de mi vikinga luchadora.
No niego que me burlé del fortachón, no niego que la victoria trajo consigo, en mi caso, una deliciosa pedantería. Por eso me sorprendió verlo en el restaurant. Supuse que llegaba a boicotear mi ilusión amorosa, que no había sido suficiente la derrota y que deseaba sufrir más contundentes humillaciones. Igualmente bobos son los que sufren por despecho: me quería ver dándole besos, colmarla de abrazos; deseaba sufrir el coraje en carne propia y yo, a nombre de los débiles y humillados del mundo, había decidido tomar venganza contra los gandallas fortachones. Entré al Giuseppi’s y me acomodé en una silla con el orgullo en ristre, a una buena distancia de mi ex-rival, pero no tan lejos como para que él no saboreará los lengüetazos que pensaba propinarle a mi Ludovika entre mordidas de pizza y slurp slurp de espaguetis.
Lo miraba con el desdén que se merecía. Cuando se descuidaba, hacía bolitas de servilletas que le arrojaba a la cara con la puntería del que carga el sartén por el mango, luego yo volteaba la cara hacia otra lado para no darle importancia a su enfado.
Confieso que me excedí un poco dándole golpes al caído. Se levantó de su lugar violentamente, tirando la silla como en las películas de Pedro Armendáriz; de pronto estaba frente a mí con una obvia indignación entre los cachetes. Lo barrí de piesotes a cabezota, sus dos metros y sus miles de rudos kilogramos no significaban para mí –la verdad– ni una mínima porción de quesito parmesano. ¿Ese ogro creía que me iba a intimidar? ¡Ja! Ya he demostrado que nunca he sido un chaparrito que se dobla fácilmente. Me puse de pie y ahí mismo le hubiera soltado la primera bofetada si no fuera que en ese momento entró mi dulce amada y sonó la campana.
–Ah, Ludovika –le dije–, soy el campeón de natación que se ahogará en tu mirada.
El Carnicero Jalil la miró sentarse a mi lado.
Después yo la miré invitarlo a que se sentara junto a nosotros. Ahí estábamos los tres bobos compartiendo una pizza de peperoni con tocino. Él me dio un puntapié debajo de la mesa, que disimuló con una sonrisa, y yo le regresé una patada en nombre de la justicia social.
–Amada mía, por favor explícale –le supliqué a la grandota.
–Es importante que ambos lo entiendan –comenzó a decirnos, casi maternal–: los dos son mis amores y se me ha ocurrido que tal vez así podría funcionar perfectamente. La verdad es que no he podido decidirme por uno solo y quisiera que los dos fueran mis amados, al mismo tiempo, juntos y para siempre.
¡Pinche Ludovika, resultó más troglodita que el Carnicero Jalil!
De pilón, tuve que pagar la cuenta.
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