lunes, julio 05, 2004

7. El dolor, el olor, el horror

El doctor Sigmon Froid tiene mucho que decir al respecto de las relaciones entre hermanos. Yo mismo, debo confesar, he gozado ciertos deslizes con mi parentela. No dudo que en este “Diario de Batalla” (llamémosle Bitácora) mencione de vez en cuando a mi superdotada prima La Chilizka quien, mucho antes que Petra, me introdujo a los placeres de la nunca-bien-ponderada introducción coital. Eso será mucho después. Lo cierto es que Herr Dóktorr Froid hubiera hecho las mismas observaciones si habría visto a la Petra interactuar con sus hermanos; miraditas, sonrisitas, palabritas que no llevaban el mismo propósito que los actos realizados en el seno de las familias “decentes”. Algo olía putrefacto en aquella relación; pero en esos momentos yo no estaba para conclusiones psicoanalistas.

La última vez que estuve frente a ti, meloso lector, te contaba sobre la soberana madriza que me propinaron los hermanos de la tal Petra, hasta que llegó el ángel de mi salvación. Mi estado no era muy bueno, yo era un trozo de pulpa tirado en el jardín, carne molida lista para hamburguesas. Los hermanos estaban dispuestos a la última consecuencia y los gritos de Petra no fueron suficientes para detenerlos. Esa noche descubrí que ella poseía cierta pericia en una de esas artes marciales que hoy no recuerdo bien su nombre (kuai kuai, chon kuai, chop sui). Cada uno de sus hermanos voló por los cielos como arrojado por una película de Jackie Chan.

Entra Herr Froid justo cuando entendí que ellos se habían enfurecido más al escuchar que Petra dijo que yo era su amor.

(Meloso lector: ¿alguna vez has saboreado la delicia del amor? Es como si bajara una nube y perpetuamente rodeara tu cabeza con brisa y viento. No te deja ver nadita y con frecuencia chocas y te caes y te levantas y, como si nada hubiera sucedido, continúas tu camino absorto en la neblina hasta que todo se acaba, llega otro amor y una nueva nube te obliga a renovar las mismas idioteces.)

Los hermanos estaban furiosos pero la mirada de Petra detendría avalanchas y estampidas. Me jaló, me arrastró, ayudó a levantarme. Por suerte, ningún hueso fracturado (de hecho, no se me rompería ninguno hasta mis lances eróticos con Ludovika, La Vikinga). Yo era como un día lluvioso, sangre en lugar de agua, goteando por doquier el jugo de mis carnes. Me senté junto a ella, en la cocina de su casa, y comenzó a limpiar mis heridas, no con sus besos como hubiera deseado sino con una toallita Magitel.

Alcancé a solicitarle disculpas por mis actos de esa noche, por lo cochino que estaba quedando su piso y por el par de dientes que tenía que dejar sobre la mesa, por temor a tragármelos. Quise tomar su mano, pero ella zafó la suya para limpiarla de inmediato.

“No sé cómo decirte, Filiberto; pero la verdad es que no te quiero ni para amigo.”

El dolor, el dolor, el dolor, el dolor es relativo. Por lo menos no decía que me odiaba. Además, no había nada que pudiera dolerme tanto en esos momentos como la mejilla, el codo, la pierna, los dedos, las costillas, etcétera. “Perdón”, le dije, y puse una uña sobre la mesa, junto a los dientes. Es curioso cómo las palabras tienen otro significado cuando surgen de una cara embadurnada de hematomas. Nada dije de lo que yo deseaba decir. Ella entendió que yo mismo no la amaba, quera un simple capricho, que en realidad unos calzoncitos habrían sido suficientes para sosegar mis ansias de lascivia.

Petra sonrió, sapiente y comprensiva, me entregó unas pantaletas nuevas en una bolsa de plástico para que no se mancharan de sangre. Ya no supe explicarle que prefería unos chones viejos, más empapados con su aroma. La cara hinchada traducía mis palabras convirtiéndolas en cosas distintas. Tampoco logré decirle que yo jamás de los nuncas de los nevers me había llamado Filiberto. No importaba, hice la concesión: si ella quería, yo podía ser otro Filiberto en su vida.

Como pude, le di las gracias e intenté depedirme con un beso que ella rechazó con cierto asco. En la esquina me esperaban sus hermanos. Adiós, muchachos. Como pude, cojeando, gritando, auch, emprendí mi huida hasta encontrar un taxi.