domingo, mayo 30, 2004

2. Bolsa de canicas

Pero ¿qué sucedió en la Calle Tercera?

Yo erea un preparatoriano y daba clases, como servicio social, en la Primaria Lázaro Cárdenas, junto a la catedral. Ahí la conocí. Era una de mis alumnas de secundaria abierta, no la más bella, nunca he sido de los que se evaporan ante una gran belleza; sin embargo, un rostro pétreo me puede calar en el pancreas, revolverme el estómago y hacerme correr al inodoro para confesar todos mis pecados. Esta cara pétrea rara vez sonreía, no hablaba, no hacía preguntas y parecía comprender todo cuanto le decía.

El día del amor, aquél que me atizó en la Calle Tercera –junto a la Dax, frente a la zapatería Tres Hermanos– yo estaba absorto en mi clase de español, que si cuáles ejercicios pondría, que si les dejaría más tareas hoy que ayer. Las reglas de acentuación son esdrújulas, agudas y graves. Más grave que mi situación no podía existir. Estaba leyéndoles un pasaje del Quijote mientras unos alumnos se dormían y otros soñaban despiertos. Ella me miraba con su cara de Buster Keaton, parecía comprender perfectamente mi explicación sobre los caballeros andantes, mi enérgica proclama por aquellos tiempos en que el amor valía, no como hoy, carajo, cuando el amor es sopa de fideos. Esos sí eran caballeros: los Amadís de Gaula, los Tirant lo Blanc, los Palmerines de Inglaterra. Cuando estos individuos –cabrones– deseaban algo, no permanecían en sus laureles, reprimidos y caducos, no; ellos salían con su fiel escudero y trotaban por la altiplanicie acompañados de su caballo y su esplendorosa espada.

¡Pobre güey el que se atravezaba en sus caminos!

Ella lo entendía todo –por supuesto–, su falta de expresión me lo decía, me hundía las uñas en la espalda y me rascaba el pulmón izquierdo. Así es como se arriba a la certeza del amor: puede salir de cualquier rincón, se puede escurrir por las ventanas o caer de un escritorio. Intenté aproximarme esa misma tarde, pero los deberes me lo impidieron. Caí en mi propia trampa, ¿acaso un caballero andante se hubiera detenido? No no no, hubiera pasado por encima de todo para llegar hasta su amor, así hubiera una ciudad amurallada y mil gendarmes de por medio.

Tuve que esperar una semana entera para volver a mirarla. ¿Saben lo que es eso, tener una ilusión colgada por siete días? Claro que fue una semana extensísima, los días se arrastraban como una tortuga parapléjica. Corrí hasta la escuela sin clase preparada, para qué, sabía que ella me comprendería sin necesidad de libros ni ejercicios. Ahí estaba, sentada y pétrea como todos los miércoles (condenada chaparra: aprieto los dientes nada más de acordarme). Me quejé de un dolor de estómago (nada inventado, por cierto) para disolver la clase y permanecer a solas junto a ella. “Espere”, le dije, “señorita Petra, deseo mucho discutir algunos asuntos con su amable persona”.

Ella, inconmovible, se esperó a que todos salieran.

“Señorita Petra: ángel-de-mi-devoción-constante-que-vuela-hacia-los-espacios-más-íntimos-de-mi-corazón-latiendo-...”

“¿De qué se trata esto?”, me interrumpió. (¡Me habló, por primera vez me habló!)

Miren: que yo quería platicarle de sus ojos y de las manos nuestras que podrían conjugarse en distintos tiempos verbales. Pero ella, cascarón fatal, no se interesó por ninguna palabra mía. Las dejó todas rodando por ahí, como una bolsa de canicas que de repente se rompe y esparce su contenido. La palabra amor rodó debajo de un mesabancos, la palabra esperanza se escondió junto a un mapamundi, la palabra deseo nunca más la he vuelto a ver.

¿Crees, meloso lector, que su desprecio me haría renunciar? Ja ja ja, me jacto desa suposición. La semana que entra te seguiré contando mis esfuerzos por conquistarla.