lunes, junio 21, 2004

5. Rescate del lábaro patrio

Aborrezco las telenovelas. Las detesto no sólo por su propensión a ser influenciales en la conciencia de las masas, sino por dedicarle tanto tiempo al amor y no saber brindar la correspondiente realidad. Otra razón que me impulsa a escribir estos renglones: liberar a esta “magnífica emoción” de toda mitología telenovelera y plantarla bien sobre la tierra para que todos sepan compartirla y disfrutar sus dones.

Tomemos, verbi gracia, esas pausas dramáticas que se utilizan como un reiterado subterfugio en esas tontas historietas de televisión. Alguien dice algo importante y todos los personajes que participan en la escena se mantienen congelados durante unos instantes innecesarios que sólo se interrumpen con otra escena o con un comercial de detergente. Luego los protagonistas nunca actúan como deberían. Nunca los mueve el instinto ni la pasión, los verdaderos motores del amor.

En la vida, como podrá notarse a continuación, los actos se revelan con crujiente rapidez.

Fue pasión y fue instinto lo que me hizo saltar la cerca de la casa de Petra (un personaje de telenovela nunca lo hubiera hecho: ¡por mojigato!). Yo sabía que no estaba en casa, así que no pretendía encontrarme con ella ni confesarle mi amor. Era instinto; lo racional se había quedado en mi recámara, debajo de la almohada. Lo que yo buscaba era sencillo, lógico, humano: unos calzoncitos que colgaban de su tendedero, un recuerdito palpable, muestra de mi calentura, algo con lo que pudiera limpiar mis lágrimas en la noche, usarlo de estropajo durante mis baños y –por qué no– tratar de ponérmelos a escondidas. (No me avergüenza confesarlo ya que las cosas del amor no requieren explicación.)

Las pantaletas ondeaban con el viento como un lábaro patrio que merecía rescatarse de las manos invasoras. ¿Por qué no decir que todas mis clases de historia y civismo se encendieron en mi organismo y consideré un acto patriótico llevar a cabo esta hazaña? Yo sería finalmente un caudillo, alguien de quien se escribiría en los libros, a quien se le erigirían monumentos y por quien se nombrarían bulevares. Mi destino último no tenía importancia. Un fusilamiento, quizás, delante a un pelotón enemigo. Al cabo y qué, si una gran avenida, en el futuro, llevaría mi nombre.

No fue problema cruzar las murallas del invasor, la noche cubría mis pasos y una luna nueva bendecía mi camino con su oscuridad. La casa se veía sola, era un castillo cristiano que los moros habían tomado para no sé qué inmundos sacrilegios. Nadie podrá contenerme, nadie. Saldré rápidamente con mi tesoro y ellos demasiado tarde notarán su ausencia. ¡Un triunfo más para los cruzados! ¡Sí, señor!

Cuando estuve frente a ella, me puse de hinojos ante la maravilla de esa prenda íntima, propiedad de la Petra misma. Mis ojos se colmaron de lágrimas y mis manos temblorosas, poco a poco, con formidable reverencia quitaron una pinza y después otra para liberarla del tendedero. La tuve entre mis manos: esa suavidad algodonosa, esas florecitas que la adornaban, esos elásticos. Mmmmmmm... Cómo deleité mi olfato bajo esa noche de abril. (Confieso que el momento se agrió un poco cuando descubrí que los calzoncitos olían a jabón; pero, bueno, por algo estaban en el tendedero.)

Yo sé que debí escapar en ese momento. Yo sé que mis planes eran huir de ahí en cuanto tuviera el raudal en mis manos. Pero le recuerdo al meloso lector que me guiaban la pasión y el instinto; la razón, para estas horas, aún permanecía flojeando debajo de mi almohada. Así que me senté. (Ya sé. La regué. Ya sé.) Me senté un rato porque la emoción no me permitía más. Estaba ante la ciudad mítica, ante Troya, ante la Antártida, ante El Dorado. ¿Me quieres decir que tú habrías hecho algo distinto? ¿Lo hubieras tomado con frialdad, como una misión más? ¡Ja! Imposible si eres un lector sensible. Decidí que si Dios me había permitido llegar a salvo a ese lugar santo, entonces podría permanecer en casa de Petra durante toda una eternidad. Y así pretendí hacerlo.

Hasta que llegaron sus hermanos.