lunes, junio 07, 2004

3. Sobando la cucharita

En las cosas del amor, la perseverancia alcanza. Lo que se alcanza no necesariamente es lo que se pretendía en un principio; pero es inevitable que algo se ha de obtener.


Pocos llegan a la meta cuando lanzan a los aires la convocatoria de amor. Más a menudo sucede como a Cristobal Colón, que descubre otro continente en lugar de las ansiadas Indias. Pero soy testigo de que cierta cantidad de ruegos y acoso desmedido puede traer buenos resultados. Depende qué tan buen Uri Geller seas: si eres impaciente nunca podrás doblar la cucharita; sin embargo, si la sobas y la sobas, y la frotas y la sobas, tarde o temprano tiene que ceder.

Asimismo, requiere altos grados de concentración. Tienes que fijar tu atención en el objeto ansiado con tal devoción que todos sus relojes se reparen. Sólo así, con tenacidad, la perseverancia llegará a la meta anhelada.

Bueno, basta de chingaderas.

Tengo el caso, como ejemplo, de mi amigo Sigfrido, que ahora vive felizmente con su esposa Macaria; pero hace unos cuantos años sólo podía desearla de lejos y sufrir sus desprecios.

Todos sus amigos le decíamos que ella no era de su alcurnia, que reconsiderara, que había otros peces, que no era la única, que no era tan bonita, que no merecía tales devociones. Mas Sigfrido, criado a la usanza de las telenovelas, se había obsesionado con Macaria. La cargaba en sus pensamiento como un Diego Rivera en la frente de Frida. La veía no sólo en la sopa sino en el caldo, en la milanesa y en el guisado de papas. Había encumbrado a Macaria como los viejos aztecas a sus dioses de piedra y no había ni un sólo misionero español que pudiera incendiar sus templos o vencer su idolatría.

Le mostramos un poco del mundo, lo llevamos a ver otras mujeres, le compramos revistas, le cantamos gregorianos al oído, le narramos historias de amores frustrados y nos masturbábamos en su presencia como un acto de fe; pero él, pobre Sigfrido, estaba perdido en su fanática veneración.

Cada día la buscaba y cada día recibía sus desprecios. Yo, que mantenía aún frescas las pedradas de Petra, chaparrita descarnada, trataba de hacer lo mejor por él. Así que un día cometí el atrevimiento de encarar a la Macaria ésa y exigirle una explicación congruente. “Ya estuvo bueno de que juegues con mi amigo y arrastres su corazón por los pisos sucios de Tijuana”, le dije. “Respóndele ya o acaba con este martirio suyo, mujer desalmada”.

Su respuesta me sorprendió: “¿De veras me quiere tanto?”

Era un límpido indicio, a mi ver, de que Sigfrido se había enamorado de una mujer idiota. No obstante, comencé a enumerarle los actos de amor bravío que eran obvios ejemplos de su derecho a la canonización. Nunca me imaginé que yo acabaría siendo el Celestino desta historia.

Melibeo soy, Melibea adoro, en Melibea creo, a Melibea amo, bla bla bla.

Mi caso con Petra fue mucho anterior al de Sigfrido y yo recorrí el mismo derrotero brutal sólo que con distintos resultados. Nunca se me ocurrió mandarle a un amigo, tal vez al mismo Sigfrido, para que sirviera de intermediario. Ahí tuve que ir yo, correteándola por el Centro, espiándola entre las zapaterías y afuera del restaurant Guiseppis en donde acostumbraba comer.

Yo qué sabía de estas cosas, andaba en mi etapa Uri Geller y todo lo que deseaba era sobar la cucharita o, mejor dicho, sobarle la cucharita a esa tal Petra que me traía invocándola cada noche durante mis deliciosas y solitarias recreaciones nocturnas.

Hoy en día, Sigfrido y Macaria cruzan la frontera, cada sábado, para lavar sus ropas en las aguas pulcras de los Estados Unidos. Y yo, como te has de imaginar, nada tengo que ver con la chaparra Petra. Y qué bueno, la verdad.

No creas que ese “qué bueno” es porque estoy ardido o guardo rencor; no, no es tan sencillo: sucede que años después me encontré a la tal Petra y —créeme cuando te digo— ya no era la misma de antaño.

Ya sé, ya sé: esto, sin lugar a dudas, amerita una explicación más amplia. Será más adelante, meloso lector.