lunes, junio 14, 2004

4. El halcón maltés

Ya estuvo bueno. Es menester acabar con la historia de Petra, atar los cabos sueltos y contar el desenlace para poder continuar, sin remordimiento con las demás Petras que hubo en mi vida.

Tal vez sea conveniente recordarle al meloso lector que estos eran tiempos de mi primera juventud, cuando la vida era más sencilla y no había necesidad de pagar impuestos ni cosechar victorias. Yo era un muchacho preparatoriano sin más pretensiones que ir a la lucha libre los viernes en la noche. Esto nada más para contextualizar. Todos mis errores se debieron, tal vez, a mi inmadurez, a mi falta de experiencia en los-asuntos-del-amor. Desde entonces para acá, he logrado refinar el arte de acosar a una persona, lo he llevado, digamos, a niveles más sofisticados, a una precisión matemática que pocas veces me hace perder la orientación de la materia anhelada.

En aquella época, alás, no era diestro en tales sutilezas. Al principio simplemente la seguía. Me gustaba mirar por donde ella miraba y pisar las mismas rayas de la banqueta que ella había pisado. Si algo le llamaba la atención en un aparador, yo contemplaba ese mismo aparador en busca del objeto que le deleitaba tanto. “Algún día se lo podré comprar todo”, me decía, contando las alhajas, los anillos y las pulsera de la Joyería Emporio.

Ella, siempre con la misma exactitud, tomaba un taxi rumbo a Playas de Tijuana.

Es difícil seguir a alguien cuando no se tiene automóvil, casi imposible. Era evidente que no podía subirme al mismo taxi, hubiera sido ridículo, y esperar otro era como perder mi tiempo ya que éste último jamás habría alcanzado al primero. Decidí contratar uno especial.

Me vinieron a la mente todas las películas que he visto. Confieso que soy empedernido cinéfilo y que sólo Hollywood, después del amor, me ha dado tantos placeres en la vida. En numerosas escenas, le es preciso al héroe rastrear a un sujeto, muchas veces a la heroína misma. El personaje toma cualquier taxi de Nueva York o San Francisco y con un “fallow that cab”, la caza sigilosamente hasta el lugar del crimen. Lo mismo habría hecho Humphrey Bogart en The Maltese Falcon y por lo tanto era mi único recurso.

–Siga a ese taxi –le dije, apresurado, al chofer.

–Está pendejo –me dijo.

Y no se movió. Tuve que bajarme y buscar otro. Todavía no entiendo qué tipo de ética profesional le impidió a ese conductor perseguir a un compañero. Esto nunca le habría sucedido a Bogart. Alcancé un taxi distinto y le dije “váyase por ahí, por favor, sígale, dé vuelta en la esquina, derecho derecho, aquí párese”.

Descubrir la casa de Petra, en la calle Crestón, era una ilusión hecha realidad. Ahora sí podía husmear por sus ventanas, ver su ropa interior colgada en los tendederos, suponer que era ella cuando se encendía la luz del baño; en fin, hacer todo lo que el amoroso requiere para saciar su voluptuosa curiosidad.

No tardé en comprender que Petra tenía ya un ángel de su devoción, un ser especial que la hacía sentir todo aquello que es suave en materia de cariño y lujuría. Incluso, increíble decirlo, alguien que la hacía sonreír. Fue ahí, escondido entre matorrales, recurriendo hasta lo imposible por tal de no ser visto, que observé la cara pétrea de Petra esbozar una deleitosa sonrisa, diáfana, pulcra, dulce, y sentir el profundo pesar de no ser yo quien la provocaba. ¿Quién entonces? Un don nadie, sin lugar a dudas, que la colmaba de mentiras y engaños. ¿Qué podía decirle un insulso a mi suculenta Petra? ¿Hablarle de su nuevo par de tenis, de su última lectura de Chanoc, de su telenovela favorita? Así son estas cosas que colman de satisfacción a ciertas mujeres. Y no me importó, la verdad. Decidí permanecer ahí, frente a su casa, lloviera o tronara, hasta convencerla del indeleble amor que sentía por ella: la reteharta cabrona Petra.

Hasta que me topé con sus hermanos.