lunes, junio 28, 2004

6. Vida duro pega la

Una lección que pronto aprendí en mi vida es el conocimiento de que el dolor pierde sus matices en los asuntos del cariño y la lujuria. Como los gritos de la parturienta, que pronto se olvidan cuando tiene en sus brazos el resultado de su labor, también he sentido dolores que pronto han desaparecido en aras de la conquista amorosa.

Es cierto que “El Caso Petra”, como he decidido llamarle, tuvo un ingrato desenlace; pero, ¿qué es esto junto a las noches que me hizo pasar? Esos juegos nocturnos, en los que sólo intervenían mis manos, han sido, sin temor a exagerar, los mejores de mi vida. ¡Bendita la imaginación en donde todo puede suceder! Saborié los penachos de Petra, engullí sus diademas, mordisquié sus parajes más volubles. Al día siguiente, mis experimentadas ojeras eran testigos de los avatares nocturnos y traviesos. ¡Ooooh, esos días en que una almohada era tan deleitosa como pasar los dedos por una nalga humana!

A pesar de que recuerdo con tanto deleite aquellas noches, debo confesar que fue dura la cuota que pagué por el amor que le profesé a la canija Petra, cuando intenté materializar mis ilusiones. Si no con ella misma –pensé–, por lo menos sí con sus calzoncitos que colgaban del tendedero. Fue ahí cuando aprendí el auténtico significado del dolor.

Como he dicho con antelación, yo era un simple jovenzuelo, nada diestro en golpes, sean de la vida o de los puños; cabe aclarar que aunque lo hubiera sido, la noche en que decidí robar los profánicos calzones de Petrita, las básculas de mi suerte se habían inclinado hacia el enemigo. Los hermanos de Petra no eran dos sino cuatro, cada uno de ellos muestra poliédrica de masculinidad sudorosa. No me vieron sólo como un intruso que mereciera ser arrojado a la calle, sino como a un propenso violador, perverso, cochinote, majadero que merecía una lección. Así que diez o doce golpes no fueron suficientes para colmar sus ansias de venganza. Había que pegarme duro y macizo, donde más doliera, donde más sangrara y donde más me fuera difícil olvidar.

Lo primero que intentaron hacer sus hermanos fue arrancar de mi vida los chones de la Petra. ¡Cómo batallaron! Me golpeaban y jalaban, me pateaban y jalaban. No los soltaría jamás –JAMÁS–, cómo iba a hacerlo si era como apretar un hijo contra mi cuerpo. Esas pantaletas eran mías –MÍAS– desde que Petra decidió comprarlas en la Dorians y ponérselas, al fin –UFFFFFF–, para adornar su penetrante cadera.

“Son mías, son mías”, les grité a los trogloditas sin tener siquiera la oportunidad de defenderme ya que mis manos, mis brazos, mi esencia protegían al fetiche venerado. Ellos no eran capaces de razonar algo tan sencillo, zonzos-gorilones-neandertales, me golpeaban y jalaban, me pateaban y jalaban. Hasta que se escuchó ese doloroso rasguido y supe que el apacible algodón había sido derrotado. La pantaleta había muerto en batalla convirtiéndose en un trapo inútil sin olores ni recuerdos. “Está bien”, les grité, “se los doy, llévenselo, ya no los quiero, ” y alcancé a levantarme por unos segundos.

Ellos sólo conocían la sed de venganza, cada uno de sus pelos corporales exigía violencia hombruna. Mi pasión apenas había comenzado: la siguiente sucesión de azotes fue mucho más feroz: golpes y patadas, golpes y fregazos, golpes y porrazos (en la cara no, en la cara no). Yo había dejado de defenderme, qué caso tenía, sentí que debería morir junto a los chones asesinados de mi Petra. Sólo protegía mis partes más nobles de la madriza y ahí, junto al tendedero de la casa de mi amada, en posición fetal, contemplé por primera vez la arquetípica luz al final del túnel, esa muerte que poco a poco se acercaba saboreando mis entrañas. ¡Adiós, mundo cruel que no quisiste enseñarme tus secretos! La luz comenzaba apagarse. Good bye, good bye. Adiós para siempre adiós.

Entonces, entre el tumulto violento, surgió la voz de mi ángel salvador, un grito desaforado que sólo podía salir de las pétricas cuerdas vocales de mi dulce amada: “Ya déjenlo, hijos de la chingada, los valientes no asesinan”.

¿Será posible que en realidad ella guardaba un poco de cariño hacia mí? ¿O tal vez había llegado mi muerte y en el Cielo de los Buenos, junto a Dios, todos los deseos se volvían realidad por sécula seculórum? Esto último me pareció lo más factible. Y ahí, en el Paraíso (¿en dónde más?), la escuché gritar otra vez con fiereza: “Ya déjenlo, cabrones, ¿que no saben que es mi amor?”