lunes, julio 12, 2004

9. Rudos, técnicos y cursis

Mi diccionario Espasa-Calpe define a lo cursi como “Dícese de los artistas y escritores, o sus obras, cuando en vano pretenden mostrar refinamiento expresivo o sentimientos elevados”. La definición me parece perfecta. La cursilería es un arte que pocos logran refinar, y aunque nunca he publicado obra ni me considero artista o escritor, con frecuencia pretendo mostrar refinamiento expresivo en los propósitos del amor.

Es algo con lo que llegué al mundo, totalmente empaquetado con un gran moño de terciopelo. Se dice que cuando nací, mi primer acción no fue llorar sino agradecer a mi madre los dones que me brindaba a través de la vida, y que mamá me decía “no seas cursi” cada diez de mayo cuando le regalaba su invariable talco Maja (comprado en la Woolworth) y le improvisaba recitaciones que habría hecho ruborizar a cualquier poetastro enamorado.

¿Quién hubiera dicho que un trocito de humano como yo, con su cursilería y sus palabras rosas-fresas-rosas hubiera podido impresionar a la más grata y enorme de la mujeres? Cualquiera que la viera hoy, campeona de la Triple A, no podría imaginársela en los brazos de este hombrecito. Pero tengo testigos. Aquellos que me vieron caminar por el parque, por la playa, por los centros comerciales con Ludovika la Vikinga, sus grandes manos aprisionando las mías, sus dedos fuertes tronando los míos.

Pero no fue sencillo. Conquistar el corazón de una estrella requiere por lo menos la posibilidad de alcanzar el cielo. Y confieso que yo era un simple muchacho que no pretendía más que ir a la lucha libre todos los viernes. Encontraba en ello un simple pasatiempo, una seguridad de que en este mundo los buenos (llamados “técnicos”) eran capaces de obtener su recompensa; mientras que los malos (llamados “rudos”) siempre sufrían la penosa pérdida de máscara o de cabellera. Así que no fue laborioso admirar a mi Ludovika. Ella representaba la bondad encarnada como Mil Máscaras, Blue Demon o Tinieblas. El problema, por supuesto, era seducirla.

La seducción siempre es una materia que requiere ponderarse. Tal como la cursilería, es un arte que pocos dominan; requiere, por lo menos, de concentración, y yo miraba a la Vikinga (cada uno de sus movimientos, su destreza con llaves y candados) como un Kalimán de pacotilla. Me imaginaba debajo de sus brazos o entre sus piernas cuando aplicaba unas tijerillas. Me habría gustado, en cualquier momento, sufrir las penas de sus contrincantes: ser aventado contra la lona, ¡espaldazo!, uno-dos-tres primera caída, segunda caída y adiós.

Con la mirada baja me aproximé a pedirle un autógrafo y cuando ella escribió sus jeroglíficos en mi papel, lancé una moneda al aire como lo habría hecho cualquier cursilón en busca de la mujer amada: “Ludovika”, le dije, “tus ojos son dos galaxias que merecen un lugar en mi cielo oscuro”.

(Ni en sus tiempos más austeros, nuestro planeta ha sufrido majadería más cursi que la que yo acababa de proferir.)

Ella me miró como se observa a los planetas a través de un telescopio, como diciendo “ni modo”, como diciendo “ojalá”, como diciendo “capullito de alhelí”. Su aliento pancrácico me sopló un “gracias” que sólo servía para espantar niños. Comprendí en ese momento que Ludovika tenía poca experiencia de combate contra seres poseídos y atarantados por la libidinosidad.

Pasaron dos viernes hasta que me atreví a aproximarme nuevamente. Ella había hecho añicos a la Spider Woman en una apoteósica contienda que casi merecía su descalificación. “Aquí estoy de nuevo”, le dije, “veo que hay un moretón en tu pierna como el que existe en mi corazón”.

Cursilería, divino tesoro.

La invité a comer. Yo pequeñito junto a la colosal Ludovika, sus piernas eran incontenibles; sus caderas, avasalladoras. El peso de su cuerpo me podría quebrar pero no lo hizo. En nuestra primera cita, cuando le dije, apenado, a escondidas, que fuéramos novios. Los ojos cafés de mi campeona entonaron la afligida canción de los gimnasios: me confesó que otra persona, justo el día anterior, le había solicitado la misma cosa sin que ella supiera qué decirle.

Se trataba del enmascarado Carnicero Jalil, 300 kilogramos de bíceps, tríceps y encabronada rudeza.