viernes, julio 09, 2004

8. Motorcito cachondo

Imposible evitar el fracaso, nos llega como un inoportuno polizonte cuando elevamos la velocidad del carro. Es un muro que de repente se erige en nuestro camino preferido. Es la red que de pronto se rompe y deja caer al trapecista. Que me pregunten a mí que he saboreado el caldo de múltiples fracasos en estas recetas del amor.

Lo mejor es una pronta recuperación: saber que todo da vuelta, mantener el optimismo. Petra, por ejemplo, dio vuelta 360 grados; pero fue muchos años después y tanto ella como mis preferencias habían cambiado para entonces. Yo comenzaba a cortejar a Caldito y la concentración no me permitía desviar la atención a otros mares. Como buen marinero que soy, no dejo que otras gaviotas vuelen a mi alrededor antes de gritar un “tierra a la vista”. Y yo sabía que Caldito requeriría mis mejores tácticas, así que recibí a la nueva Petra como a un cartero: le dije “muchas gracias y adiós”. Imposible evitar la crueldad. Ni siquiera miré sus ojos, ella misma había cerrado el caso aquella noche en su casa y ya se me habían terminado los folders como para abrir otro expediente. De cualquier forma, mucho de lo que me había impactado de Petra durante mi juventud –en la calle Tercera, frente a Toumbolián–, ahora se alojaba en un pretérito donde era imposible cualquier rescate. “Muchas gracias y adiós”. El meloso lector se extrañará por mis palabras duras; pero aquel primer fracaso dejó una huella tan profunda que sería posible, hoy en día, aún encontrar petróleo en las aurículas perdidas de mi corazón.

Sufrí como sólo pueden sufrir los muchachos, con esa pasión que ya retrató Homero, que ya retrató Shakespeare, que ya retrató Nabokov, que ya retrató mi vieja Pólaroid Instamátic. No me entregué a la bebida porque el alcohol invariablemente me hace vomitar; no me entregué al tabaco porque los cigarros aún me producen interminables ataques de tos. ¿A qué me entregué entonces? Bueno, desprovisto de cualquier “ilusiona morosa”, con la idea fija (e ingenua) de que NUNCA MÁS intentaría la procuración del amor, sólo pude concentrarme en los calzones de Petra y en la idea de que tal vez mi destino estaba en la devoción por este tipo de objetos personales. O sea, entregarme al FETICHE, que, por cierto, rima con “metiche”.

Le he pedido a Caldito que acerque una de mis petacas del recuerdo, un gran cofre que originalmente era de mi abuela y que hoy guarda la más grande variedad de calzoncitos que el mundo ha visto, catalogada en orden alfabético por nombre de su dueña original.

Debo explicarte, meloso lector, que todos estos chones eran simples exponentes de amores no realizados. Peligrosas aventuras donde arriesgaba el pellejo, muy similar al Caso Petra.

Aquí tienes algunas muestras seulement para ilustrar: en la letra A comenzamos con Ambrosia, la cachetona, muy tradicional, como puede verse en estas pantaletas que obviamente le tapaban el ombligo. Seguimos con Baloncesta, delgada y caballuna, en quien plante mis semillitas pero perdí toda la cosecha. Caniastra que me echó los perros en un sentido muy literal, aún guardo la cicatriz en el tobillo. Desdemoney, la mujer más traicionera que ha conocido el universo. Encillita, gordita preciosa por quien aprendí el fino arte de preparar palomitas sin maiz. Falopia, su nariz era tan grande que en mis sueños yo siempre aparecía metiéndome en sus orificios velludos. La licenciada Gatalea, quien fuera mi jefa durante mis tiempos de humilde empleado en las oficinas del ayuntamiento (¿hablaré de ella más adelante?). Y más y más y más. Todavía puedo arrojar estas prendas al aire y recordar las voluptuosas sensaciones de esos tiempos.

Fueron momentos extraños. En mi vecindario se me consideraba persona non sancta. Tuve raspones con jesuitas maquiavélicos,. gané popularidad entre mis amigos los borrachos y, después de un tiempo, no hice más que echarme a dormir para manufacturar una buena cantidad de fama en el barrio. Sí sí sí: al rato, no faltó quien me mirara y ofreciera entregarme sus pantaletas usadas por su propia cuenta y riesgo. “Perdón”, le dije, “no es lo mismo”. A pesar de todo esto, era una simple etapa necesaria de superar. Se tenía que regresar al auténtico amor: motorcito cachondo, inventor de ilusiones, diamantina de mi corazón.

Para que yo saliera de esta etapa se necesitaba alguien que fuera todo músculo y que estuviera dispuesto a invertir el mayor empeño para destapar los caños de mi alma. ¿Quién podría ser mi salvadora? Nada menos que Ludovika la Vikinga, luchadora técnica en el ring, pero amante ruda en los callejones del amor.