lunes, julio 19, 2004

10. Media nelson al corazón

En el cuadrilátero del amor, no hay réferi que se interponga entre los contrincantes. Nadie que marque la cuenta final, que sermonee a los luchadores o que se oponga a los trepidantes golpes bajos. En este ring de la vida, los amantes se encuentran solos; no hay aficionados gritones que echen porras cuando se logra una victoria ni cuando se llega glorioso a un campeonato.

En fin, así, más o menos, iba mi discurso. Yo no podía suponer qué era lo que Ludovika deseaba oir; pero adivinaba que para superar a mi contrincante, el enmascarado rudoteka Carnicero Jalil, tenía que usar las más precisas artimañas, darle nuevas connotaciones a los sustantivos, barajear artículos, manosear preposiciones y conjugar (o conjurar) verbos de maneras nunca vistas. Para que mejor me entiendas, meloso lector: seducirla como un lépero y estrujarle el alma como un depravado mental.

Tienes que imaginarte una cara enorme y hermosa, unos brazos gruesos y sudorosos, capaces de lanzar por encima de las cuerdas a cualquier sinvergüenza que osara proferir una mala palabra. Yo corría grandes riesgos con mi arenga pasional, caminaba descalzo sobre la cornisa de su cuerpo. Sabía que de un momento a otro, la mujerzota podría aburrirse y aplicarme una media nelson quebradora de corazones. Ambos lo entendíamos, así que me dejó hablar hablar hablar y hablar, atenta a nuestros relojes íntimos, pendiente de la primera omisión, del primer pronombre mal utilizado o de cualquier falta de ortografía que rompiera el hechizo. No perdonaría la menor errata: mi descalificación hubiera sido poco, Ludovika me habría hecho sangrar.

Lentamente, la cara enorme adquiría nuevas dimensiones y matices, sonreía, se sonrojaba, maldecía a la pinche vida que antes no le había ofrecido tales palabras. Supe, meloso lector, que yo había alcanzado el triunfo de la primera caída cuando empezó a contarme la historia de su pretendiente el Carnicero Jalil. ¡Cómo deseaba Ludovika, muchas veces, un simple beso "travieso y dulzón", un abrazo, un apapacho, una señal clara, ni siquiera contundente, de la tantas-muchas-veces-mencionada bondad amorosa!

Pero el Carnicero, empedernido troglodítico, sólo quería morderla: la invitaba al cine y la quería morder, la llevaba al gimnasio y la quería morder, la invitaba a un baile = morder morder morder.

—¿Qué no sabes otra cosa? —le llegó a decir mi grandota.

—¿Otra cosa? —preguntaba el zonzo.

Triste decirlo: hay hombres que simplemente no se les da la conquista, nacen con la erección por delante como un pequeñito obstáculo que les impide razonar. (Esto me lo ha dicho mi prima La Chiliska.) Claro que el Carnicero no sabía otra cosa. En la Universidad Autónoma del Amor, él jamás hubiera obtenido la licenciatura más accesible: habría reprobado todas las materias, lo habrían suspendido, le habrían puesto una tremenda tacha en el certificado de buena conducta. Lo cierto es que en este cuadrilátero, él no tenía nada que anhelar; pero en el momento de nuestro duelo, según las reglas lo indicaban, al Carnicero le tocó escoger las armas y el retador tenía que enfrentarse a él, mano a mano, en la Arena Tijuana 72.

Fue a las seis de la tarde de un día lluvioso.

No hay un hombre sensato en este mundo, delgado y chiquito como soy, que hubiera aceptado tal desafío. Pero llegó el momento en que tenía que defender el honor de mi Ludovika.

Te voy a decir, meloso lector, que el honor es sagrado en mi patria. Aún sabiendo que la lujuria es breve y que tal vez, mañana o pasado, no darás un comino por ese amor, cuando estás perdido en los túneles del trance luminoso, no dudas jamás de arrojar tu vida por la ventana si es necesario. Sabes que de cualquier forma tu existencia está en manos del ser amado, tu corazón abierto, propenso a cualquier despliegue de artillería.