domingo, julio 25, 2004

11. Tarde tarde tarde

A mi querida Ludovika le interesaba, sobre todas las cosas, que mi encuentro con el Carnicero Jalil fuera lo más justo posible. Es bien sabido que los rudos no reconocen las reglas del buen luchar, que siempre terminan por hacer un acto de escalofriante crueldad. Mi idolatrada Vikinga había hecho bastante por disuadirme. (¿Cómo ilustrarte el amor que rutilaba en esos ojos, meloso lector?) Me decía, implorante: "Chiquitito mi chiquitito, cada quien tiene su ring, donde es campeón mundial, y éste, en la Arena Tijuana 72, no es el tuyo, mi chiquitito".

"Pues sí, mi querida Ludi", le confesé resignado, "para mí ya es tarde tarde tarde: soy un tonto desos tontos tontos que se ahogan y se vuelven a ahogar."

Me habló de tácticas y posiciones, las estrategias más recomendadas para un luchador principiante. La verdad es que en ese momento ni siquiera la escuchaba, engolosinado con una ternura y sabiduría que nunca hubiera supuesto al verla lanzando adversarias contra las sillas de ring-side. Sí, meloso lector, estaba enamorado como quien se cae de un árbol una vez tras otra, con heroicidad, con bravura, como un héroe de celuloide, como un campeón literario.

Quizás no sea preciso decir que mi debut y despedida de la lucha libre fue un encuentro demasiado breve. El Carnicero era del tamaño de mi Ludovika, lo cual claramente indicaba que sería imposible vencerlo. Pero, neta: ¿sabes cuándo muere la pinchesperanza?

Vieras, meloso lector, que sobre un cuadrilátero todo se magnifica y el rudote se veía todavía más grande cuando cruzó las cuerdas. Traía, por supuesto, la máscara que lo caracterizaba, misma que perdería unos años después a manos del perrísimo Perro Aguayo. Ludovika me había recomendado conseguir un leotardo y unas rodilleras; pero decidí luchar con mi ropita de todos los días, aunque me quité la corbata por razones obvias.

Mi Vikinga dio el campanazo y me aventé al centro del ring sin dar muestras de temor. El Carnicero tomaba su tiempo, tenía las cartas a su favor, hacía fintas, trataba de asustarme sin que yo diera muestras de emoción alguna. Era una reacción similar a quien se enfrenta a un pelotón de fusilamiento y ha tenido toda la noche para pensarlo. Mi derrota debería ser digna sobre todo porque me encontraba ante los ojos de mi ferviente adorada.

Finalmente el rudo se arrojó sobre mí, me torció el brazo y comenzó a darme patadas en el trasero. Nada de dignidad en eso, pensé. Era, por supuesto, muy ridículo.

Sentí el rubor del universo llenarme la cara. Como pude, logré zafarme y encaramarme encima del Carnicero. Extraje de mi bolsa una corcholata (que había guardado como quien lleva un solitario condón en la cartera) y raspé con furia la frente de mi rival. El rudo no perdió tiempo y me lanzó fuera del ring. Mientras se recuperaba de la conmoción y de los hectolitros de sangre que de repente le empapaban la máscara, yo estaba otra vez a su lado, en esta ocasión con una silla. ¡Clonc, un sillazo en la cabeza, clonc otro sillazo! Y antes de que dijera ¡ah, cabrón!, una patada superpremeditadísima en el centro más exacto de sus luchadores güevos. Trooooooom, se dejó caer el gran Goliat. Troooooooom, se quejaba señalando sus testículos para indicarle a mi Ludovika que una regla –chingado– se había roto. Mi amor, asombrada, no pudo hacer otra cosa que descalificarme. La contienda, como dije, fue demasiado breve.

No sé qué me poseyó. A pesar de que estábamos solos en la arena, tal como mi Vikinga lo había solicitado para evitarme vergüenzas, comencé a escuchar el grito desaforado de la multitud: MÁScara MÁScara MÁScara. David cortó la cabeza de Goliat en un delirio semejante al que me aprisionaba en esos momentos. Claro que sí: máscara máscara máscara. Le di otra patada en la espalda que lo hizo aullar y me lancé sobre las agujetas de su dignidad. Se lo merecía por filisteo y por cabrón. Escuché a mi dulce Ludovika gritarme, implorarme, que lo dejara en paz, que yastaba bien, que no fuera pinche; pero máscara máscara máscara. Israel entero me lo pedía.

Fue entonces cuando sentí las manos enormes de mi bienamada elevarme a lo alto del cielo, girarme como helice y arrojarme lejos lejos por encima de las cuerdas, por encima de ring-side, por encima de mi estúpida y recién inventada valentía.