lunes, agosto 02, 2004

12. Pobre diablo guapo

La sorpresa tiene su gracia. Aunque en muchas ocasiones nos volvemos pesimistas y cínicos y nada nos conmueve y nos volvemos patitos patéticos –repito–, la sorpresa tiene su gracia. Llega por la espalda, repentinamente, y por más bien parado que te encuentres todavía saltas como un niño que abre su regalo de navidad y encuentra ahí justo lo que había deseado.

Enmedio de mi desolación, hundido en mi casa, atarantado por la vida y reponiéndome de los esfuerzos físicos que realicé durante mi contienda con el Carnicero Jalil, Ludovika la Vikinga me llamó por teléfono para confesarme que yo era lo mejor para ella, lo importante, lo esencial, lo perfecto.


No cabe duda que todo ser humano nace con cierto grado de sensibilidad literaria. En esa conversación, ella elaboró sus frases con una fina elocuencia que yo no le conocía. Habló de certidumbres, florecimientos y mechas que se encienden para iluminar la vida oscura. Con cada palabra derramó sus aguas sobre mis recipientes de barro y después, cuando estaba vertida la última gota, permaneció en un silencio seco que sólo sabía esperar mi respuesta.

La verdad era que desde la última vez que la miré, meloso lector, mis pensamientos no sabían otra cosa que circular alrededor de su imagen luchadora.

Clavadísimo como el mejor (o el peor) de los enamorados, Tijuana se había vuelto un gran aparador donde Ludovika lucía sus galas. Yo la veía en mis largas caminatas por la Zona del Río, la observaba en las filas para pagar el impuesto predial, inventaba su imagen en las estatuas grotescas de nuestros héroes, sobre los puentes y en la canalización que cubría los lodos de la ciudad. Hablaba solo como un enfermo delirante mientras la demás gente me veía con esos ojos que solamente tiene la demás gente cuando mira a los que hablan solos. No me importaba, de veras, porque en esos días la ridiculez llevaba mi nombre, estaba hecha para mí.

Si me encontraba sentado, tomando un cafecito en el Denny´s, Ludovika se aparecía como una alucinación frente a mí. Entonces, claro, comenzaba a decirle tantas burradas que se me retorcía la conciencia. Las meseras se acercaban, dizque para atenderme, pero sólo querían reírse de la verborrea amorosa, del palabrerío del loquito loquito loquito loquito de amor perdido.

Caminaba por las calles sin imaginarme que en otro extremo de la ciudad, por allá, en la Colonia Libertad, mi Ludovika caminaba también perdida en la más ingrata confusión.

A ver, meloso lector, contéstame esto: ¿por qué nuestro mundo es tan complicado?

Te juro que no tengo una respuesta apropiada. A veces estoy perfectamente de acuerdo con los matrimonios prearreglados. Créeme que es mejor que tu familia decida desde que eres niño con quién te vas a casar, que tener que sufrir en carne propia la incertidumbre del amor. Perdón por el extremo en que he caído; pero bien lo dijo José Alfredo que ciertas penas “ni a mi peor enemigo se las deseo yo”.

Recuerdo que alguna vez mi madre me contó que durante su juventud tenía tres pretendientes, tres muchachitos ajenos a toda formalidad, uno gordo, uno chaparro y uno guapo. Mi mamá se decidió, según lo dictaba su buen juicio, por el más guapo. Poco tiempo después se casaron.

La ironía recae aquí en la retrospectiva. El gordo fue el fundador de una cadena de supermercados, el chaparro fue uno de los más importantes cardiólogos de la región y el guapo nunca fue otra cosa que el más guapo, un pobre diablo guapo que no hizo otra cosa en su vida.

A pesar de todas mis vanidades, enmedio de mi propio tormento, me veía como la opción más ínfima de Ludovika. Imaginaba que el Carnicero Jalil, siendo un luchador como ella, le prometía un futuro certero, mientras que yo, pobre diablo ni siquiera guapo, seguramente sólo le ofrecería unas cuantas migrañas y un corazón maltratado.

Pero el amor es pinche.

Tan es así que ante la obvia selección del mejor candidato, Ludovika la Vikinga, futura campeona de la triple A, optó por este pobre diablo, su atento y seguro servidor. Para ella, lo importante, lo esencial, lo perfecto.