lunes, agosto 30, 2004

16. El buen orgasmo

Para bien o para mal, nada sacude los mecanismos humanos como la lujuria. A pocas cosas el hombre le pone tanto entusiasmo o tanto fervoroso empeño, por pocas cosas uno es capaz de revertirse a la adolescencia cuando el mundo no era más que una piscina de fantasías sexuales en donde se podía nadar nadar nadar. Ésta es, quizás, la única exquisitez de la pubertad: ese despertar de los dioses eróticos que nos acompañarán para siempre.

Aaaaaaaaaaaaah, ese perturbador olor a sexo; más turbador incluso cuando se convive diariamente con el objeto directo de nuestra lascivia. Como las revistas afrodisiacas que uno frota y frota hasta borrar sus colores, así frotaba en mis sueños los amplios muslos de Ludovika la Vikinga, me restregaba en ellos, me enjabonaba con ellos, me volcaba sobre la simple ilusión de tenerla en una cama y con glotonería desentrañar mis más voraces apetencias.

Ni el alcohólico o el drogadicto más alucinado sufre los espasmos del que tiene sed carnal. Suda, tiembla, se contrae el Miembro Útil como si estuviera provisto de luz propia, brilla en la oscuridad como un faro que llama a las sirenas para que vengan a tocarlo y jugar con él. Para calmar la ansiedad, se fornica cualquier objeto que se tenga al alcance, desde el salero hasta el teléfono, desde un libro hasta un escritorio. Es una enfermedad incontrolable, escalofriante, que ni un baño de agua fría ni una cucharadita de miel con limón logra aplacar.

Y así estábamos los dos rivales y amantes de Ludovika, buscando mordisquearle los oídos y chuparle los cachetes con una energía tan escandalosa que hubiera provisto de electricidad a una pequeña población durante todo un año.

—Está bien, seré justa —nos dijo Ludovika la Democrática—, tú me besas el lado izquierdo y tú el derecho.

¡Cómo nos embelesamos cada quien con su lado del mundo, cómo intentamos conquistarlo e invadir por la fuerza los terrenos vecinos! Nuestra amada terminó en varias ocasiones con un cansancio malicioso (competíamos a ver quién lograba fatigarla más pronto). Podíamos hacer lo que quisiéramos con nuestro lado, desde tocarlo hasta ensalivarlo, desde morderlo hasta hacerle dibujitos con una pluma roja. No fue suficiente, me temo. Nuestra gula era tan incontrolable que irremediablemente rebasábamos la frontera y acabábamos besándonos los bigotes, cosa que a Ludi le divertía con exagerada insanidad y que a nosotros nos colmaba de una inmunda repugnancia. Pero no era tanto que nos molestaran los besos masculinos (descubrí en ese entonces, alás, que los hombres somos mejores besadores cuando le ponemos empeño al asunto), sino que deseábamos a la Vikinga sin limitaciones, sin que hubiera un “hasta aquí” reprimente que nos retachara a nuestro lado, cada vez que alguien transgredía la línea divisoria.

Aquel que ideó eso de “amor es compartir” debe comenzar a irse mucho pero mucho-mucho a la chingada.

Por el bien de nuestra salud mental, el Carnicero Jalil y yo nos comportamos, por primera vez en nuestras vidas, como un par de seres civilizados. Hicimos un concilio, en ausencia de nuestra amada, donde debatimos con los mejores argumentos posibles las razones por las que uno de los dos debía renunciar para siempre a la luchadora.

Total que no fue fácil elegir. En algunos momentos parecía que mis palabras lo persuadían y en otros, sus rudos argumentos parecían convencerme. Al final ninguno de los dos cedió y parecía que quedábamos en las mismas. Hasta que tuvimos la idea brillante de que debería ser el azar quien tomara la iniciativa.

Nos encomendamos a Dios como lo haría un soldado antes de la batalla decisiva y lanzamos la moneda al aire. Justo iba llegando la bella Ludovika cuando ésta cayó a sus pies y señaló el rumbo de nuestros escabrosos destinos.