lunes, agosto 23, 2004

15. No hay hombres perfectos

Ludovika fue muy clara en su explicación. Nos hizo un planteamiento contundente acerca de las posibilidades que ella le contemplaba al amor. Hasta hizo un dibujó en una servilleta para demostrarnos que su corazón estaba dividido en dos ventrículos, dos aurículas y que, por lo tanto, dos hombres cabían en él, dos hombres que deberían amarla al mismo tiempo y en quienes ella pudiera depositar toda su adhesión. Ambos o ninguno, así de fácil.

Ahí estábamos los tres, muy bonitos: no una pareja sino un terceto de enamorados. Si nos hubiéramos amado los unos a los otros, como Dios manda, quizás esta historia hubiera tenido un final feliz. Sin embargo, parecía que el Carnicero Jalil y yo habíamos nacido rivales como los hijos de dos pueblos enemigos.

Ahora que ya han pasado algunos años desde esos tiempos ridículos, creo que entiendo los motivos de la Ludovika. Ella era lo suficientemente afortunada para que ninguno de los dos, a pesar de nuestras diferencias, deseara renunciar a ella. Era una oportunidad única: tenía dos amores completitos y originales para gozar. Representábamos el equilibrio que requiere la vida: por un lado, yo le brindaba todas las palabras que ella necesitaba para soñar en ilusiones románticas, mientras que el Carnicero, su colega, representaba la fuerza bruta y servicial que era emblema de su profesión luchadora.

Ya que no hay hombres perfectos, ella consideró que juntos –ya que era imposible unirnos, combinarnos o cosernos–, éramos el perfecto complemento amoroso. Ella no sufría; era feliz y a ambos nos decía “pichoncito” con la misma intención, como si fuéramos la misma persona.

Por supuesto que era una utopía encantadora. Sucede que la realidad era más cabrona: a la hora de ir al cine, yo prefería las de Steven Spielberg y el Carnicero las de Mario Almada. A mí me encantaban los platillos vegetarianos y a él las Carnitas Uruapan. Mientras que él sólo bebía tequila, a mí nada más me gustaba el vino tinto. Más de una botella rompimos cada uno en la cabeza del otro cuando Ludovika se descuidaba. Éramos como un par de hermanos siameses que se odiaban, unidos por la devoción enfermiza que le teníamos a la grandota luchadora, nuestra Ludovika la Vikinga.

Lo único que compartíamos era la candente apetencia de llevarla a un hotel donde pudiéramos lamerle la entrepierna y chuparle los huesos hasta que se nos acabara la saliva o la inspiración. Pero la idea de compartirla en una habitación era lo más grotesco que nos podíamos imaginar en ese entonces. Yo tenía sueños que empezaban con Ludovika desnuda en mis brazos y acababan con mis manos en los pelambres del rudoteka Jalil. ¡Guácala! Despertaba sudoroso, tembloroso y con ganas de vomitar.

Luego corríamos como niños. Los rivales teníamos una pugna constante para ver quién llegaba primero a la casa de Ludovika. La melcochona posibilidad de compartir aunque fuera unos segundos a solas con ella, nos hacía correr como locos por las calles de la ciudad. A veces llegaba primero yo, a veces él. De cualquier manera, la Viki decidía no hablarnos hasta que estuvieran sus dos hombrecitos juntos. Entonces, parados frente a ella, nos llenaba la cara de besos como si fuéramos el objeto más lindo que hubiera conocido.

Te voy a preguntar una cosa, meloso lector, ¿quién no quisera a un ser amado que fuera a la vez todos los seres amados del mundo, que tuviera todos los buenos detalles, que hubiera logrado todas las grandes hazañas, que se acercara a esa perfección que sólo se menciona en los libros medievales, una persona que fuera un poco mecánico para arreglar tus problemas automotrices; cocinero, para hacerte el desayuno todos los días; payaso, para ponerte de buen humor en los momentos difíciles; locutor, para que te mandara saludos y te dedicara las mejores canciones cada semana?

Meloso lector: no hay, no existe tal persona.

Al Carnicero y a mí nos quedaba perfectamente claro. Sabíamos que en esta contienda tarde o temprano tenía que haber un vencedor. Ambos tendríamos que lanzar todo nuestro esfuerzo hacia la última batalla. Quien fuera triunfador se llevaría la recompensa mayor y más deleitosa, mientras que el vencido se reduciría a esa lamentable miga de polvo en que se convierte todo aquello condenado al olvido.