lunes, septiembre 27, 2004

19. En las fauces del auditorio

Permíteme decirte, meloso lector, que el deseo carnal doblega a cualquier ser humano. He visto a fortachones troqueros y valientes charros doblar las rodillas por el ansia sexual. Yo no iba a ser la excepción, por supuesto. Estaba dispuesto a cometer cualquier estupidez por tal de contemplar el cuerpo de mi Ludi, extendido como una sábana y abierto a cualquier posibilidad. Así que si ella deseaba que nuestro primer encuentro sexual fuera sobre un ring, ¿qué podía yo decirle? Así nos brincaríamos el problema de andar buscando un buen hotel de paso, uno bonito y barato que tuviera refrigeración para cuando nos diera calor, cobijas de lana para cubrirnos del frío, un excusado aséptico y una regadera sin honguitos en los mosaicos. La mera verdad que esa noche hasta acepté la posibilidad de que un ring pudiera ser el lugar más romántico del mundo.

Ella simplificó el asunto señalándome que prefería el cuadrilatero del Auditorio de Tijuana, donde cada viernes hacía gala de su experiencia luchística. Está bien, ¿cuál problema?

Primer problema: eran cerca de las doce de la noche y el auditorio estaba cerrado.

Ludovika no tenía nada qué decir. Su actitud era la de “tú eres un hombre y ésas son cosas que los hombres saben resolver”, como si se tratara de cambiar la llanta ponchada de un carro.

Dudé mucho, meloso lector. La neta es que yo nunca he sido ideal para actos que requieren energía corporal. A pesar de mi victoria sobre el Carnicero Jalil, siempre he considerado que mi poder radica más en el intelecto que en la destreza de mis músculos. O sea, casi me rajaba. Para convencerme, la Vikinga me susurró al oído lo primero que haríamos estando arriba de ese ring e inmediatamente busqué la mejor ventana.

Segundo problema: todas las ventanas tenían rejas.

¡Maldita la desconfianza que había obligado a no-sé-quién a que enrejara las ventanas del auditorio! TODAS tenían rejas. ¿Dónde podía conseguir una segueta? ¿Cuánto tiempo me tomaría cortarlas? Éstas eran preguntas imposibles de contestar por alguien poseído por la lujuria. Para este momento me temblaban las manos y las piernas, el Miembro Útil me exigía una explicación y yo no tenía palabras para consolarlo. Entonces fue que Ludovika se acordó que en el techo, en la parte más alta, había una entrada sin rejas y sin candado. Mmmmhhhh... ¿Cómo lo sabía mi virginal luchadora? No pregunté. Ella misma juntó los dedos para que yo pisara y tuviera buen impulso al empezar mi ascenso. Subía dos metros y me resbalaba uno, subía cuatro y me resbalaba tres.

Meloso lector, ¿alguna vez lo has intentado? El domo del auditorio no se ve tan grande como es en realidad. Ya que estás ahí, con las piernas abiertas y los brazos extendidos, sin nada de qué agarrarte, sientes definitivamente lo que es amar a la Vikinga en tierra de indios. Pensé que sería buen momento para rezar, pero no me acordaba ni del Padrenuestro. ¡Ay, mamacita!, sentí que me resbalaba más y más. Adiós, mundo cruel. Pero mi cuerpo se pegaba al techo como una sanguijuela y mis brazos adquirían fuerza y mis uñas rasgaban el concreto y ya, ya ya ya ya ya ya, ya casi estaba en la parte más alta. De pronto sentí una mano enorme jalándome con fuerza y rescatándome del peligro.

—Del otro lado del edificio —me dijo Ludovika— hay una escalera.

Tal como ella lo había dicho, la entrada estaba sin candado. La abrimos sin dificultad y nos contempló un abismo oscuro. Era como una boca pequeña que mostraba sus enormes fauces. “Estamos justo encima del ring, un montón de metros encima del ring”, aclaró mi amada antes y después de colocarme un beso en cada uno de mis ojos. Era su bendición, era su forma de jurarme lealtad y prometerme el deleite de nuestro primer encuentro.

Algunos tienen miedo a las alturas, yo no; mi problema, digamos mi tercer problema, es la oscuridad, odio la oscuridad, la detesto, y de pronto yo estaba adentro del auditorio ese, agarrado de no sé qué fierros, deslizándome hacia quiénsabe dónde por tal de llegar al mentado ring de mi salvación. Me sentía como un hombre araña chafa. ¿Hacia dónde iba?, no sé; ¿qué estaba haciendo allá arriba?, no sé. Lo único cierto es que me movían las tremendas y cabronsísimas ganas de acostarme con la Ludi.

¿Por qué otra razón el hombre es capaz de hacer tantas idioteces?