domingo, septiembre 19, 2004

18. Los dedos en el pastel

¡Curiosa situación ésta en que una moneda decidía el futuro de nuestra felicidad! ¿Para qué perder tiempo pensando, torturándonos, cuando un simple volado podía resolver quién finalmente se quedaba con la bella Ludovika?

Lanzamos la moneda al aire y ésta giró giró enmedio de un brillo tenue, vuelta y vuelta hasta que al fin estuvo en el suelo. Ahí leímos cada uno la carta de nuestro destino.

¡Ludovika era mía! Lo señalaba bien y claramente la Diosa Fortuna. Yo, y no el Carnicero, sería el timonel de ese barco. Como buen campeón me acerqué a él y le di un abrazo. Total: después de todo había sido un buen contrincante, había hecho lo mejor que su escaso cerebro le permitía.

Aun a través de su máscara, su cara se veía compunjida, yo podía notar su rictus de extrañeza y de resignación. Ludovika también se encontraba estupefacta, ¿cómo era posible que jugaran su amor en un volado, así nada más, como si fueran personajes de un corrido? El Carnicero Jalil le explicó que era la única manera y con lágrimas en los ojos le dio un largo beso que yo supuse sería el último.

En mi mente, como música de carrusel, daban vueltas Las Golondrinas para el Carnicero Jalil y yo anhelaba su partida por tal de estar por fin solo con mi bella y fortachona amada.

Ludovika no lo tomó bien.

Corrían lágrimas por su cara y echaba alaridos de Llorona como si el rudo se hubiera muerto y fuera imposible alcanzarlo. Gritaba y pateaba, golpeaba paredes, se jalaba el cabello, se arañaba la cara. Nunca había visto tal reacción; hasta dudé de su sanidad mental.

Hice lo que cualquier hombre sensato hubiera hecho en mi circunstancia: recurrí al chantaje sentimental.

—Bien —le dije—, creo que nada tengo que hacer a tu lado.

Y, por supuesto, al verme partir recobró la cordura y me llamó, me pidió, me exigió que nunca la dejara. Claro que se lo prometí, se lo juré, hice la señal de la cruz y puse mi mano sobre el corazón. En ese momento le habría dicho lo que fuera pues sabía que en este juego de pókar yo llevaba las cartas del tahur. Justo así quería encontrarla en nuestra primera noche juntos, llorosa, entristecida, cabizbaja. ¿Acaso no es éste el mejor momento para seducir? ¿Acaso el deseo de uno y la tristeza del otro no son la mejor combinación para una jubilosa primera relación sexual?

Todavía no se recuperaba cuando empecé a escudriñar su cuerpo, especialmente las partes que sólo mi rival había tocado. Ahora todo era mío. Me pertenecía esa enormidad y ella no ponía resistencia, se rendía frente a mis manos, frente a mis brazos, frente a mis besos. Ahora sí, Ludovika la Vikinga, aplícame tus mejores llaves y candados, lánzame al suelo y haz lo que quieras conmigo que en este ring que es la vida sólo respondes a un réferi, a un sólo mánager, a una sola organización de box y lucha.

Me disponía a poseerla cuando miré en sus ojos la increíble verdad: ella jamás había estado con un hombre. Su virginidad se anunciaba a ocho columnas y doblaba las rodillas frente a mí.

Meloso lector: ¿crees que esto me detuvo? Claro que no. Cuando tienes el pastel frente a ti, al alcance de las manos, ¿te detienes sólo porque tu mamá te ha dicho que es para la fiesta de tu hermano? Claro que no. Hundes los dedos en la dulzura y procedes a chuparlos con la energía que se merece.

—Sólo una cosa te pido —me dijo mi amada—, si hemos de hacer el amor, que sea arriba de un ring.

Y yo que pensaba llevarla a un hotel.