sábado, octubre 16, 2004

20. Me caí de la nube en que andaba

a la memoria de Cornelio Reyna


Me han dicho que es más fácil que un hombre alto sea propenso a la acrofobia, mientras que un chaparrito puede escalar cualquier altura sin que se interponga temor alguno. Yo diría que ser chaparro es una de mis mejores virtudes. Te confieso, meloso lector, que en mi experiencia he descubierto que es un rasgo que las mujeres adoran, especialmente las grandotas. No sé cómo explicarlo. Será que les parezco un niño indefenso, como alguien que es necesario confortar, acariciar, disfrutar. ¡Dios bendiga el instinto maternal!

(Pienso que estas crónicas son un auténtico testimonio de los logros de una persona de escasa estatura y le agradezco al escritor —nada chaparrito, por cierto— que ha permitido darle forma a mis ideas. Confieso que al principio fui bastante escéptico cuando ese escritor —cuyo nombre no mencionaré— intentó convencerme de poner en papel mis aventuras amorosas. Yo sabía que eran historias interesantes, pero ¿cómo podía imaginarme el caudal de cartas que hemos recibido? ¡Qué maravilla! De todos los rincones del mundo se dirigen al escritor para decirle que admiran mis hazañas, sólo espero que algún día me muestre estas cartas de que tanto me ha hablado para poder responderles a los remitentes con mi más sincero agradecimiento.)

(Bueno, perdón por el largo paréntesis.)

En el último episodio de la Ingrata y pérjida me encontraba al borde del abismo, en el techo del Auditorio de Tijuana. Como te digo, la altura no era problema pero la oscuridad sí. Desde niño nunca me ha gustado la ausencia de luz. Veía figuras demoniacas en lo negro de la noche, monstruos dispuestos a atraparme, devorarme, arrastrarme al quinto infierno.

Nada había cambiado en mis años maduros, el interior del auditorio era para mí un báratro dantesco que me hacía temblar de terror. Yo me trasladaba por un enorme enrejado, como una telaraña metálica que no tenía principio ni fin. Era imposible saber dónde estaba, lo único que yo quería era tocar el piso; pero éste se alejaba de mí a propósito o no daba muestras de querer acercarse. Cuando me sentía que ya lo iba a pisar, extendía un piecito y nada tocaba. Tú conoces la sensación, meloso lector, es como cuando estás en la playa y te adentras al océano hasta que no tocas el fondo; entonces, si no sabes nadar, empiezan los problemas. Por eso enloquecieron los marineros de las tres carabelas al no contemplar la tierra que les había prometido Colón, sus piecesitos tampoco tocaban al nuevo continente.

Aquí es dónde la memoria se vuelve difusa. No sé exactamente si se acabó la telaraña de repente o si alguien me jaló (algún demonio, supongo); de pronto estaba en el aire, no flotando sino cayendo. Quien se imagine que ya estaba cerquita del piso estará muy equivocado, todavía me encontraba a chorromil metros de altura, exactamente encima del ring porque el azotón fue justo en su centro.

Quien se imagine que la lona protege de los golpes, estará bastante equivocado. Pobre del que ve la lucha libre y cree que los atletas no se lastiman. La lona es dura y como prueba inequívoca tenía yo el santo madrazo que me acababa de propinar. Me dolían la espalda, las nalgas, la cabeza, las piernas, los brazos, las manos, cada huesito de mi cuerpo me contaba su propia versión del dolor. Auch. Nada me había dolido tanto desde que me golpearon los hermanos de Petra. Auch auch. A lo lejos, en la altura del techo, se veía una lucecita que provenía del exterior y la voz lejana de mi Ludovika gritándome si estaba bien, si estaba bien, si estaba bien... Auch auch auch. Me parecía que no estaba bien porque no podía moverme. Intenté levantar la cabeza, intenté sacudir un meñique, ni siquiera respondía mi fiel amigo, el Miembro Útil, que hasta la fecha nunca me había fallado.

—Llama a una ambulancia —le grité a mi querida, pero mi grito nunca salió y a la Ludi no se le ocurrió tal cosa. Esperó que abrieran el auditorio a las siete de la mañana.

—¿Está usted bien, señor? —preguntó alguien de los que comenzaban a amontonarse.

Sí, claro, estoy bien, imbécil, ¿no lo ves?

Mi luchadora enamorada, mi bella calandria, mi motorcito cachondo se acercó para estar a mi lado y me susurró al oído: —Creo que lo vamos a tener que posponer.

Sí, claro, ¿a poco? Por primera vez me cayó gorda la pinche Ludovika y quise decirle que se marchara, que alcanzara al pinche Carnicero Jalil y se fueran ambos al averno. Pero no se lo dije, meloso lector, nada dije, sólo cerré los ojos y con mucho dolor, mucho auch, comencé a llorar, despacito, despacito, hasta que llegué al hospital y algún ser amable me puso una inyección de morfina.